lunes, 9 de agosto de 2021

faisán

 

UNO

"El gran problema sigue siendo la ocasión.

La ocasión buena para a no lo es para b, y b es condición sine qua non para a, pero la ocasión de a no se repetirá. ¿Qué hacer? Buscar, buscar, buscar entre las nubes.

Otra: una luz se aproxima desde oriente. Hemos buscado la luz toda la vida sin encontrarla. Hemos construido un mundo sobre la esperanza de la luz. Hemos jurado nuestra vida, hemos compro­metido todo por la luz. Y también por lo construido sobre la esperanza de la luz. Pero llegado el momento, comprendemos que el mundo que construimos para esperar 'con algo' a la luz -quizá para llamarla o esperarla mejor, para adelantar parte del traba­jo- y el mundo propio de la luz, son contradictorios y excluyen­tes.

¿Qué hacer? Y más: no sólo son excluyentes, sino que exceden cada uno nuestro radio de acción. Ambos existirán sin nosotros, si osamos prescindir de uno sólo de ellos. Si prescindiéramos de ambos dejaríamos de existir, el peso del vacío nos doblegaría. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?

Otra: edificamos la vida sobre una filosofía. Construimos una filosofía con la vida. Nos atamos a ella, intentamos articu­larla, confabularnos con la iniciación que nos acreditará como demiurgos, aspirantes al trono de la creación. Y creemos haber llegado cerca, a rozar una corona, a crear siquiera una mísera cucaracha del mundo de las ideas. Hasta que descubrimos que sólo fuera de nuestra creación llegaremos a aquella vieja filosofía, partida y meta que ya casi olvidamos por la fuerza ritual de suponer su referencia en nuestra vida.

Pero nos debemos a nuestra creación que existirá sin noso­tros, sí, pero contra la filosofía que la motivó si pretendemos abandonarla. Cosa que, al fin, tampoco jamás terminaríamos de lograr.

¿Qué hacer? ¿Qué perder? ¿Qué conqué porqué hacer?"

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DOS

Faisán se complacía con las míseras cadenas que le unían a ese yugo que miraba con ironía. Gracias a la convicción de que ese yugo no le doblegaba, que tanto le daba realizar o no aque­llos esfuerzos torpes a que éste le movía, él lo despreciaba y lo sufría (sólo en algunas noches de delirio libertario lo aludía su conciencia minuciosamente; esas noches las sufría con el placer sostenido del orgasmo que nunca llega), pero olvidaba simultánea­mente yugo y sufrimiento, memoria y nostalgia de lo que nunca había sido, y de lo que hubiera sido si lo que había sido hubiera sido mejor.

Faisán pasaba los días y las noches de calabozo envuelto en el oscuro desatino de un pasadizo mental, del que olvido y re­cuerdo, promiscuamente, eran los extremos. Melancolía y deseo, el super-yo inculcado y la visión clara del espasmo posible de placer no lograban despegarse; se ataban, besaban, encadenaban en un ansia mutua de irrealidad que impedía a Faisán tanto poseer como abandonar la realidad. Esa realidad múltiple y unívoca, monocorde cuanto rica, tan llena de sueños suspirados en las penumbras fagocitarias de la labor cumplida. Días y noches sin el aroma de pan recién horneado; sin soportar llenar el ansia u olvidar el ritual de la luna llena, induciéndole a imaginar los ocultos senderos en que vibra y ondula la fantasía; sufriendo por sentirse incapaz de sufrir; paseando imaginación y deseo por todas las luces claras que su anhelo creaba o descubría, y en cuyo laberinto no alcanzaba a reconocer su propia figura desde la historia y el tiempo fiel.

Faisán no se reconocía tampoco en la claridad de la noche blanca, en el espejo del verde mar, en los poemas que denunciaban el oximorón propio de su vida y su deseo, que trascendían su habilidad, el lenguaje de sus letras, la lógica que remedaba por haberla rechazado.

El oximorón es posible, se decía. La contradicción teórica en los términos es la dialéctica de mi creación, aunque sea banal afirmarlo. Es una noche blanca, dentro quizá pero sobre todo fuera del lenguaje limitado con el que no me logro expresar aunque domino. Es, aunque este lenguaje no lo pueda soportar.

El lenguaje le quedaba angosto de todas partes. Cada tanto se llamaba al silencio; y cuando estaba a punto de curar, su demiurgia borboteante excedía las fuerzas que no quería tener para resistirla, y enumeraba incoherentemente los placeres nega­dos, las luces perdidas y las ganadas pero invisibles. Hablaba de sus viajes imposibles; dominaba todo el arte del capital sin referirse a su total carencia de dinero; habitaba sueños triunfa­les de mundos más eficaces, mientras su cuerpo y el hemisferio izquierdo de su cerebro se desgañitaban luchando contra tantos siglos inútiles, tanta revolución traducida en fronteras dentro de la cultura: tantos gritos exasperantemente uterinos dirigidos a romper las trabas autoimpuestas, en esa búsqueda infantil de la humanidad de inventar resortes a cualquier precio, para compri­mirlos y verlos saltar.

Faisán reconocía inexorable a su destino: retraer y contraer su realidad era, desde siempre, hacer lugar a una alternativa de rebelión. Tantas voces inútiles no podían no servir para nada. Pasaba largos segundos contemplando -enajenando de sí algunas veces, incorporando otras- la eufórica melancolía con que las calles grises sobraban siempre, alargándose con apuro necesario varios pasos delante de esos cómicos transeúntes, para los que el mundo ahí no podía terminar. El video-game objeto adquiría para él consistencia de creador, y veía a los hombres en dos dimensio­nes: dibujitos amorfos que corrían, no menos previsibles que el aburrido destino al que jamás arribarían.

A veces, Faisán jugaba a olvidar su decepción. A burdeles con prestigioso pie de imprenta acudía entonces, ansioso de caricias; y a besos de tinta negra con rima perfecta y regular. Entre conjuras de sopa estética y aromas de abuela enamorada, su anhelo desmenuzado se reconocía pasión. El sabor de una cocina le llegaba de lejos en líneas de tiempo y de saber, en el quieto espasmo de placer que se esfumará al hacerse realidad, y que él sostenía y frenaba, aguantaba, retenía para sí mientras podía, hasta que se derramaba sin dejar rastros viables del sueño que habría debido reflejar.

El lenguaje está mal hecho, concluía casi Faisán. Y concluía ahora sí: ¿Pero por qué?, sin animarse a concluir. ¿Por qué el maldi­to oximorón resulta ineludiblemente real; porqué señala el ritual a la imposibilidad teórica como la única realidad capaz de inte­resar? ¿Por qué se cubren las contradicciones prácticas, las inco­herencias cotidianas, de un halo de banalidad, que las hace inabordables, inapelables en el eje tiempo del bostezo? ¿Cómo puede ser imposible copular con la estupidez y, al mismo tiempo, obligatorio en nombre de la civilización y la cultura? ¿Puede ser, siendo mortal, defensa única contra la barbarie del ritual el cretinismo sensato del bostezo?, hartábase de plagiar sus propios escritos.

Y la modorra acongojaba entonces su frialdad. Faisán hacía graves esfuerzos linguísticos por entenderse de modo explicable, por articular en frases humanas su decepción, para redimirse del absurdo. Y cada instante, cada día de silencio a gritos, cada desgarro frente al que sufría por no sufrir como se suponía que debiera, esclerosaban el carácter fetal ya viejo de su furioso ingenio.

No. Definitivamente, en el lenguaje que le había modelado, en las estructuras en que había intentado encerrar su pensamien­to, el mundo no era posible. ¿Y si el lenguaje tenía razón? Si todo lo estaba comprendiendo al revés? Si todo fuera un sueño, no liberador sino de encierro, y el mundo real (¿dónde su acceso, cuál el precio de su llave?) fuera más libre, como el lenguaje que él concebía pero no sabía pronunciar? ¿Si toda la cultura, Cultura, Kultura (oh! transgresión suma de la K) estuviera equi­vocada, a contramano, escarbando hacia arriba? ¿Y las creencias? ¿Y todos esos libros que Faisán había palpado, que significaban fe para tantos cuyo anhelo de liberación moría en el consumo de verdad revelada, fast heavenly food, televisión, novelas de terror, rituales mágicos, todo al mismo tiempo; que reunían toda la 'vida moderna' en una única cagada al tiempo de decir 'Ommm', confundiendo con beatitud la grotesca tragicomedia que con el mantram coronaban?  

No. ¿Qué hacer? Que hacer. Quehacer. Y Faisán, un poco más cínico que antes, volvía a lo que su aborrecido lenguaje llamaba rutina, a la ley cada vez más inapelable. Se decía capaz de asumir una vida mediocre, y arengaba a su hemisferio derecho: Chito, tú te callas y no te quejas más, porque este mundo no ha sido hecho para tí; ¿no ves que todos están conformes? ¿No ves que la gente vive y aquel hombre de la esquina es feliz tirándose una vez por semana arriba de su mujer, y aquel otro pasa por intelec­tual porque escribe en un pasquín sobre música de moda, y cues­tiona las tetas postizas de la cantante de rock por la que delira en la oscuridad?. Y enseguida se ponía a llorar y escondía su velluda cabeza entre los senos blancos de alguien que tenía senos blancos, o negros pero eran blancos, o negros, y decía no, puta, y puteaba mucho -porque así sucedía lo escribo de este modo, no porque estén de moda las palabrotas-, y elaboraba teorías acerca del desborde del lenguaje, y por eso admiraba aunque aborrecía el poder de la puteada porque indicaba el punto en que el lenguaje ya no tenía qué decir, la puerta para entrar a su mundo, aunque fuera la de servicio. Y se aferraba entonces a la soledad por instantes y lloraba de vuelta hasta que su nerviosismo lo superaba, y el médico entonces -siempre hay un buen médico para curar a los poetas- le recetaba tres comprimidos de ésto y dos de lo otro, un supositorio y una semana en las bahamas, y él se reía, y le preguntaba ¿te creés que estoy loco? y no lo enchalecaban porque era inofensivo, porque su capacidad de ataque era demasiado grande para este mundo, quedaba desmesurada, no se podía gastar tanta pólvora en espermatozoide de chimango, basta con los chan­chos que nos están dejando sin perlas.

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TRES

José se sienta, se siente; no sabe si sentir o no a su personaje, no sabe si sentarlo. Abandona el sillón que guardaría por días las formas que él hollara, y sale lentamente a la calle.

Siente a Faisán junto, o hasta dentro de sí. Piensa en nosotros cuando pisa los universos infinitesimales que esconde cada poro de las baldosas, a lo largo de la vereda.

Con los ojos en blanco, se cuestiona duramente. ¡No puede ser! Faisán no existe -se dice-, y me está cambiando la vida. Mis ojeras son en realidad de él -no existe pero tiene ojeras-, al que no enchalecan por inofensivo es a mí. Estoy harto de escribir para él mis propias angustias. Quizá soy su instrumento, ¡oh ser ideal que me utilizas para imprimir en este mundo pertinaz el delirio de tu verdadera e inalcanzable libertad, tu estado de eterna y volátil utopía, tu vuelo impotente pero sabio por sobre las murallas del tiempo!

José sabe que, alguna vez, otro escribirá su biografía apócrifa, y la editará con la firma de un tercero. De pronto, de entre los vahos que su melancolía y el exterior comparten, que le enceguecen desde hace rato, se abre un suave y amplio pasadizo, enmarcado por nubes densas a escasos centímetros del piso. Intui­ción, identificación o sugestión, algo le empuja a desatar su gravidez del piso. Asciende peldaños de vaho, patina por el túnel adquiriendo velocidad. Patina y patina en el lúbrico túnel cavado por alguna literatura en medio de nubes rosáceas y amarillentas.

Rápidamente concluye que la conciencia humana, los esquemas lógicos que Faisán aborrece por él, dependen orgánicamente de un marco de velocidades, de ritos fisiológicos que limitan a su acción. Mutado el contexto y el ritmo vibratorio, alucinada u opacada la percepción sensorial, toda la conciencia se retrae al corazón referencial de su nostalgia. Uteros llameantes y cavernas de hielo, rosas enclenques exhibiendo su palidez y sus espinas, una Isis primorosamente cobijada por un sol de luces condensadas sin resplandor y sin espuma, pistas de mar y rayos de luna conge­lados como espléndidas estalactitas -fascinación de poetas posmo­dernos que ponen un cospel por tres minutos de inspiración-, lentes de todos los colores para ver cada dimensión de la iluso­ria realidad, más naturaleza; lluvias de minuciosidad creativa que le acercan vertiginosamente, para no dar tiempo a su preven­ción, hasta el sitial inefable del Demiurgo, de la gloria final que condena a quienes han visto sus espaldas, a no olvidar ya más la misión que graba con fuego la visión en sus entrañas.

José no tiene tiempo de preguntarse si la visión está fuera, si es una película otra realidad algo unidimensional un abismo un infortunio sublimado en el paroxismo del deseo. Qué. Apenas descubre que está ascendiendo, que el pasadizo cambia color y consistencia, cuando comienza a bajar. Por un instante atina a volver su cabeza, y atisbar, en pleno viaje de vuelta, esa espal­da de la luz que su conciencia no podrá sino desear, por lo que menos aún se me puede pedir su descripción. Ni comprende ni se asombra. Mas le queda un resabio de dejà-vu en la degustación de sus jugos renovados, una sublime decepción por no haber visto nada imprevisible, nada lejano a lo que ya creía ser capaz de concebir. Hasta que, aún antes de aterrizar, sin pasadizo ni nubes, sobre su cuerpo inerme y abandonado en medio de la vereda, concluye que ha sido invitado al universo de Faisán, a la propia proyección de su deseo, al cosmos construido por él en tantas dimensiones transtemporales de su espasmódica fantasía. Incorpo­ra. Se mira los miembros. Existe.

Y de pronto otro chispazo le aclara la sensación de dejà-vu que le dejara la visión anunciadamente sublime antes de descender de las alturas abismales: ¡El Demiurgo de ese cosmos es él mismo! Su propia espalda, contemplada hasta ahora sólo a través de la abyección de espejos distorsionantes, ha adquirido esa nueva dimensión de lo oculto y lo deseado, de la fantasía que sirve de paradigma a las células de un nuevo cuerpo orgánico en mil ciento once dimensiones, y que por devoción adquiere realidad.

Con las piernas temblando, se sienta en la mesa de un café.

En la barra, tomando un whisky, comentando con gran cinismo un partido de fútbol, estaba sentado Faisán.

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CUATRO

"Dividamos la Historia en secciones longitudinales. Quizá sea un error pretender una historia segmentada o segmentable en secciones de tiempo monocorde, que se diferencian insoslayable­mente entre sí por obra de procesos y contenidos diferentes, y hasta -quizá y como sus nombres- irrepetibles.

No menos seductora que probable es la imagen de una historia en dos y tres dimensiones a una vez, enrollada como una cinta de Möebius; las propias estructuras de cuya curva (su discurso) son responsables de un salto, ida y vuelta, congelado siempre en el vacío, en el aullido y la expectación de las tribunas ideales -arquetipos elementales-, sobre un abismo que guía al largo y al ancho hacia una improbable cuanto autónoma intensidad, profundi­dad.

Una historia que se frecuenta a sí misma, mientras el dedo mágico de la sincronicidad junguiana en perspectiva palpa la cinta, captando dos dimensiones, conociendo tres, reconociendo dos, viviendo infinitamente fractales o quizá ninguna. Una histo­ria prescindente del tiempo, lógico y coherente por obligación de antropomorfo creador como no aquélla. Una historia revelada sobre cada verbo manifiesto que se alterna y superpone a sus congéne­res, creando círculos simultáneamente defasados que no se suceden hasta que se los pretende encerrar en dos didácticas dimensiones del pavor.

Noches de terror y de miseria luminosa.

El monolito huye de la bruma, y la desconoce."

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CINCO

Finalmente, el miedo pudo más que José. Estaba podrido de escribir para Faisán. La obnubilación le impedía ver la innúmera proyección de su obra, grabada a fuego en sus entrañas en la fugacidad del viaje: la otra dimensión de su espalda, la desnudez última del demiurgo.

Decidió expulsar a Faisán de su vida. En definitiva, expul­sarlo de la vida. Inocentemente, creyó que es tan fácil destruir universos como crearlos.

Y algo logró en realidad, de lo que se hubiese arrepentido para siempre si se hubiese arrepentido. El cosmos que había creado se condensó, se condensó, más y más, buscando amoldarse a la nueva dimensión de la fantasía cerrada de José. José se dio a buscar rutina, pragmatismo, coherencia, sensatez, sentido común, equilibrio, armonía, constancia, permanencia, mirar el piso, trabajar, ahorrar, y otras mil cosas con el mismo sentido final: olvidar permanentemente, olvidar, olvidar, Olvidar, redimir lo redentor, liberar a la libertad para no ser más libre; para gozar el premio de la tranquilizadora e irresponsable esclavitud por haber liberado a su libertad de garantizar sus fantasías. O sea, que todo lo que hizo fue en vano.

El cosmos de Faisán se condensó más y más para mantener contacto con su Creador, más lejano cada vez, objeto por consi­guiente de mayor y más intensa devoción, sujeto cada vez de más intensa y frecuente perturbación por la fuerza ritual del magne­tismo que sus engendros producían, al cometer la imprudencia de crear, de practicar insolentemente la demiurgia a cuya imagen y semejanza su fantasía se había formulado.

En el cosmos de Faisán se comenzaron a erigir menhires y Torres para umbilicar con José deificado, referente colectivo de una generación de fantasmas emigrados de su pluma hacia el mundo de las ideas, e inseguros ahora de su destino, temerosos de la flotación eterna en cualquier intersticio gnómico entre dos realidades fractales. Desde lo nimio de las torres, los profetas, dirigidos por Faisán el Escriba, anticipaban una apoteosis del signo, ritualizaban una semiótica del desastre. Su nihilismo corrompía la causalidad al abandonar el punto de vista de cronis­tas, para transformar al discurso en actor por excelencia.

El cosmos de Faisán, de la novela de José, buscó en la agónica condensación la libertad de comunicarse con su deidad creadora. Al borde de un abismo posible, se condensó un poco más, y se hizo gas. El ritmo de su condensación llevó a los seres a mutar vertiginosamente entre oraciones y desgarro de vestiduras.

Luego de atravesar una dolorosa licuefacción, adquirieron fatal­mente una perpleja e indecente solidez material.

El mundo que José concebía como real se vio inundado en seguida por estos seres inocentes, materia penante por los dormi­torios primero, por las calles luego de que José huyera preso de su propio delirio, de su culpa por haber liberado su creación en la que no creía.

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SEIS

"Una miseria mediocre bordeaba la estación aquella tarde. Brumosa como la miseria, polícroma como la esfera vacía de cris­tal, a cuyo través se difumina y estalla el haz de luz en cientos de miles de varillas transparentes y reverberantes, la mente vagaba por los intersticios del abandono que entreleían mis ojos.

La belleza, alternativa válida a la mezquindad inmensa de la historia, iba en aumento; imperceptible a los ojos de los profa­nos que, sin participar, adoraban desde fuera sus sombras más lejanas. Nada se había perdido realmente, desde aquel instante fuera del tiempo en que el asombro fuera parido, macerada la lágrima gris en el útero rojo de la sonrisa.

Un adiós, un sofá desvencijado guardaba desde un rincón las memorias de la estación. La soberbia megalómana del laberinto no cerraría jamás sus fauces alrededor de la inocencia. Sólo los sabios mueren con angustia.

La tiniebla se iba tiñendo, poco a poco, de los colores que presagiaban un mañana. La certidumbre era del laberinto; mía la poesía voraz de recuerdos y alacenas, de nudos y cintas de Möebius, de suspiros asincrónicos que abrieran una rendija en la celda del destino.

La noche no se hizo. Arribó tenue, abrazó al mundo mío con su cálido manto de color oscuro como el frío húmedo y cartilagi­noso, y murió estentóreamente frente al espejo."

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SIETE

Faisán perdió también su liderazgo. Reflejo mental de su creador, fue expulsado de su paraíso por desobedecer una orden insensata del demiurgo. Debía adquirir responsabilidad por su propio destino, no parasitar más la mente enfermiza de su autor, permitir que éste emprendiera nuevos rumbos y destinos.

Lo peor para Faisán era haber adorado, haber querido llegar a la sabiduría y el poder de José su creador. Había querido, en realidad, descender a la conciencia fútil del irresponsable artífice de un cosmos azulado, para beber de su necesaria sabidu­ría, al tiempo de alimentar su deseo y agonía para vencer a su tan tenaz incredulidad.

Por culpa de esta obsesión, se había asomado excesivamente al universo de la contracción, que le había absorbido. Por vencer a la incredulidad había dejado de creer, había ingresado al Olimpo que adorara cuando le era lejano, y había descubierto el absurdo de haberlo adorado alguna vez.

Su escepticismo era, por consiguiente, mayor que el de José, que podía aún creer en algo; siquiera en la banalidad de una vida tranquila, rutinaria, que alegrara a su epidermis engañando a todo el resto de su ser. Faisán, cuyo pasado transparente inte­graba lo que era expectativa para José, no poseía siquiera esa esperanza tangencial. Ni aún la tranquilidad del condenado a la parálisis que amordaza a un cerebro hiperactivo se presentaba a calmar su amargura; el ardor que, sólo esporádicamente, algunas fugacidades de la belleza podían aliviar.

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OCHO

"Audacias del azar. La anomalía tiende su manto de frío sobre la causa y la sincronicidad. 'Voluptas expetenda', decía Aristipo el Simple y repetía, desde fuera de la Historia.

El frío de la anomalía es de Otra calidad. La calidez he­dionda de la cotidianeidad, de lo previsible, no lo debilita ni mitiga: al acentuarse en la epidermis de la vida, al evidenciar a la ciega realidad, actúa como aislante.

El frío manto -¿la fría daga?- de la anomalía, de la catástrofe contraferida de sus causas, concentra su poder en el cora­zón latiente, en la sangre; se condensa en nebulosas que ponen sitio a la razón. A flor del caos, en la piel, todo sigue igual, con la impecable lógica teoremática que media entre el escepti­cismo tranquilo y un Cándido apasionado.

Esta anomalía define, sin más, que el Oximorón se haga realidad. El triunfo de la soberbia irracionalidad, favorable o adversa, sobre la razón -no menos irreal que impecable- siempre depara sorpresas. La decepción... ¿La decepción?

¿Qué transforma al personaje amado, objeto de la sublimación de todos los pesares y copartícipe del deseo dios en ese bicho que sonríe indolente; personificación filosa de la anomalía fatal que inspira ternura, dolor y rechazo; que invoca distancias abismales que adquieren existencia por la propia invocación; que late con latido disonante; que convoca y duele a la coherencia y la cordialidad; que sonríe con un rictus y lágrimas de desola­ción, seguridad y pavor a una vez?

El abismo pesa sobre la Naturaleza, que le aborrece."

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NUEVE

José y Faisán no se volvieron a ver. Faisán escribió un ensayo histórico acerca de la fe de su pueblo perdido, su apoca­lipsis, la nostalgia, el ritual, la esperanza de redención y salvación (bah, la biografía de José). Como la ley no le otorgaba existencia, el libro lo suscribió un editor que ganó numerosos premios gracias a él.

Sumergidos en la decepción, y a través de ésta en el lodazal de la infinita semejanza, Faisán y José, uno por percibir un techo denso y agobiante, el otro por desesperar de encontrar techo por haber perdido la sensación del piso, murieron uno frente al otro, enajenados por enfrentarse al terror oscuro del espejo.

Faisán, plenos sus vasos de sangre metafísica y literaria, con toda su amnotropía delirante del mundo sin tiempo en que vivía porque era, se perdió en la profundidad de las lagunas mentales, el desorden de los papeles y las angustias de José. Este vagó con epidérmica flaccidez, rozando las frías piedras, el vegetal y el animal. Hasta que su Creador, de espaldas, lo reco­gió, redimiéndolo de su tortuosa caminata; y lo convirtió para la eternidad -que había perdido para sí al negarla a Faisán- en piedra gris, vida latente, ladrillo irregular en la añosa pared del laberinto.

Comentarios: spinoza@ThePentagon.com

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