lunes, 27 de abril de 2009

paratexto vital de un texto genial (2007, a un foro de alta población neuronal)

el modo en que acaba de llegar hasta mí este texto es un complemento maravilloso del mismo. pocos días atrás, estuve buscando en google el pasaje de "el péndulo de foucault" en que lía desbroza frente a su marido casaubon el sistema de arquetipos de cualquier orden mágico. visto desde la cabaláh, este texto es la mejor descripción posible de "Bináh", la sefiráh del entendimiento analítico, correspondiente al hemisferio cerebral izquierdo.
ahora bien: "Bináh" recibe de "Jojmáh", la sabiduría analógica del hemisferio cerebral derecho, que no está representada en este diálogo, pero sí en el acontecimiento de haberlo recibido. porque días atrás lo busqué en google, en medio de la búsqueda me topé con otra cosa que me interesó y lo olvidé. hoy, resulta que una dirección de e-mail que jamás suscribo a ninguna lista ha sido "mágicamente suscripta" a una lista llamada "soines1", de la que recibí inmediatamente un único mail, con el texto que les transcribo.... (creo que, aún así, no voy a ceder a la tentación conspiranoica).
un abrazo,

iaIr



Regresé del Piamonte cargado de remordimientos. Pero tan pronto como volví a ver a Lia olvidé todos los deseos que había acariciado.

Sin embargo, el viaje me había dejado otras huellas, y ahora me parece inquietante que entonces no me hubieran inquietado. Estaba fijando el orden definitivo, capítulo por capítulo, de las imágenes para la historia de los metales, y ya no lograba eludir al demonio de la semejanza, com ya me había sucedido en Río. ¿Qué diferencia había entre esta estufa cilíndrica de Réaumur, 1750, esta cámara de calor para incubar huevos, y este atanor del siglo XVII, vientre materno, útero oscuro para incubar sabe Dios qué metales místicos? Era como si hubiesen instalado el Deutsches Museum en el castillo piamontés que había visitado la semana anterior.

Me resultaba cada vez más difícil desligar el mundo de la magia de lo que hoy llamamos el universo de la precisión. Personajes que en la escuela me habían señalado como portadores de la luz matemática y física en medio de las tinieblas de la superstición se me revelaban como gente que había trabajado con un pie en la Cábala y otro en el laboratorio. ¿No estaría releyendo toda la historia con los ojos de nuestros diabólicos? Pero después encontraba textos absolutamente fiables donde se decía que los físicos positivistas, apenas trasponían el umbral de la universidad, iban a chapucear en sesiones de espiritismo y cenáculos astrológicos, y que Newton había descubierto la ley de la gravitación universal porque creía en la existencia de fuerzas ocultas (recordaba sus incursiones en la cosmología rosacruciana).

Había convertido la incredulidad en un deber científico, y ahora tenía que desconfiar incluso de los maestros que me habían enseñado a ser incrédulo. Pensé: soy como Amparo, no creo pero me dejo atrapar. Y me sorprendía reflexionando sobre el hecho de que al fin y al cabo la altura de la gran pirámide era realmente una mil millonésima parte de la distancia entre la Tierra y el Sol, o de que realmente se podían trazar analogías entre la mitología céltica y la mitología amerindia. Y estaba empezando a interrogar a todo lo que había a mi alrededor, las casas, los rótulos de las tiendas, las nubes en el cielo y los grabados que veía en las bibliotecas, no para que me contasen su historia, sino la otra, que ciertamente ocultaban, pero que acababan revelando a causa y en virtud de sus misteriosas semejanzas.

Me salvó Lia, al menos momentáneamente.

Le había contado todo (o casi todo) sobre la visita al Piamonte, y cada noche regresaba yo a casa con nuevos datos curiosos para añadir a mi fichero de referencias. Ella comentaba:

--Come, estás flaco como un palillo.

Una noche se había sentado junto al escritorio, se había separado el flequillo que le cubría la frente, para poder mirarme directamente a los ojos, había puesto las manos en el regazo, como las amas de casa. Nunca se había sentado así, con las piernas separadas, la falda estirada entre ambas rodillas. Pensé que no era una postura demasiado elegante. Pero después miré su rostro, que me pareció más luminoso, tenuemente sonrojado.

La escuché, aunque todavía no supiese por qué, con respeto.

--Pim --me dijo--, no me gusta la forma en que te estás tomando la historia de Manuzio. Antes
recopilabas datos como quien recoge conchas.

Ahora parece que te apuntes los números de la lotería.

--Es porque con éstos me divierto más.

--No te diviertes, te apasionas, no es lo mismo. Ten cuidado, porque con éstos puedes llegar
a enfermar.

--No exageres también tú. A lo sumo los enfermos son ellos. Uno no se vuelve loco porque
trabaje de enfermero en un manicomio.

--Eso habría que probarlo.

--Sabes que siempre he desconfiado de las analogías. Y ahora me encuentro en medio de una fiesta de analogías, una Coney Island, un Primero de Mayo en Moscú, un Año Santo de analogías, veo que algunas son mejores que otras y me pregunto si por azar no existirá alguna explicación.

--Pim --dijo Lia--, he visto tus fichas, porque tengo que volver a ordenarlas. Cualquier descubrimiento que puedan hacer tus diabólicos ya está aquí, fíjate.

Y se daba palmadas en el vientre, en las caderas, en los muslos y en la frente. Así sentada, las piernas tan separadas que le estiraban la falda, de frente, parecía una robusta y lozana nodriza, ella, que era tan esbelta y ágil, porque ahora una sabiduría sosegada la iluminaba de autoridad matriarcal.

--Pim, los arquetipos no existen, sólo existe el cuerpo. Dentro de la barriguita todo es bonito, porque allí crecen los nenes, allí se mete, feliz, tu pajarito, y allí se junta la comida rica y buena, por eso son bonitas e importantes la caverna, la sima, el pasadizo, el subterráneo, incluso el laberinto, que está hecho como nuestras buenas y santas tripas, y cuando alguien debe inventar algo importante dice que procede de allí, porque también tú viniste de allí el día de tu nacimiento, y la fertilidad está siempre en un agujero, donde primero se macera algo y después, sorpresa, un chinito, un dátil, un baobab. Pero arriba es mejor que abajo, porque si te pones cabeza abajo se te sube la sangre a la cabeza, porque los pies apestan y el pelo no tanto, porque es mejor subirse a un árbol para coger los frutos que acabar bajo tierra engordando gusanos, porque es raro que te hagas daño dándote por arriba (tienes que estar en una buhardilla) y en cambio sueles hacértelo por abajo, al caer, y por eso lo alto es angélico y lo bajo diabólico. Pero como también es cierto lo que acabo de decirte sobre mi barriguita, las dos cosas son igualmente ciertas, es bonito lo bajo y lo interior, en un sentido, así como en el otro lo es lo alto y lo exterior, y aquí no cuenta el espíritu de Mercurio y la contradicción universal. El fuego te calienta y el frío te provoca una pulmonía, sobre todo si eres un sabio de hace cuatro mil años, de manera que el fuego tiene virtudes misteriosas, porque también te sirve para guisar un pollo. Pero el frío conserva ese mismo pollo, y el fuego, si lo tocas, te hace salir una ampolla así de grande, de manera que, si piensas en algo que se conserva desde hace milenios, como la sabiduría, tienes que situarla en una montaña, en lo alto (ya sabemos que es bueno), pero en una caverna (que también es buena) y en el frío eterno de las nieves tibetanas (que es buenísimo). Y, si te intriga el hecho de que la sabiduría venga de Oriente y no de los Alpes suizos, has de saber que es porque el cuerpo de tus antepasados, cada mañana, cuando se despertaba aún en la oscuridad, miraba al este esperando que saliese el sol y no lloviese, vaya país.

--Sí, mamá.

--Claro que sí, niño mío. El sol es bueno porque sienta bien al cuerpo, y porque tiene la buena costumbre de volver a aparecer cada día, por tanto es bueno todo lo que vuelve, y no lo que pasa y se marcha y si te he visto no me acuerdo. La manera más cómoda de regresar por donde se ha pasado ya, sin recorrer dos veces el mismo camino, consiste en moverse en círculo. Y, como el único animal que se aovilla en círculo es la serpiente, por eso hay tantos cultos y mitos de la serpiente, porque es difícil representar el regreso del sol enrollando un hipopótamo. Además, si tienes que hacer una ceremonia para invocar el sol, te conviene moverte en círculo, porque si te mueves en línea recta te alejas de casa y la ceremonia tendría que ser muy breve, sin contar que el círculo es la estructura más cómoda para un rito, y lo saben hasta los saltimbanquis que actúan en las playas porque en círculo todos ven al que está en el centro, mientras que, si toda una tribu se pusiese en línea recta como una hilera de soldados, los de más lejos no verían, y por eso el círculo y el movimiento rotatorio y el regreso cíclico son fundamentales en todo culto y en todo rito.

--Sí, mamá.

--Claro que sí. Y ahora pasemos a los números mágicos que tanto les gustan a tus autores. Uno eres tú que no eres dos, una es la cosita que tienes ahí, y una la que tengo aquí, una es la nariz y uno el corazón, de modo que ya ves cuántas cosas importantes son uno. Y dos son los ojos, las orejas, los agujeros de la nariz, mis senos y tus pelotas, las piernas, los brazos, las nalgas. Tres es más mágico que todos porque nuestro cuerpo lo ignora, no tenemos nada que sea tres cosas, y debería ser un número misteriosísimo, que atribuimos a Dios, dondequiera que vivamos. Pero si te paras a pensar, yo tengo una sola cosita y tú tienes una sola cosita, calla, y no hagas gracias, y si ponemos esas dos cositas juntas sale una nueva cosita y ya somos tres. Pero entonces, ¿se necesita un profesor universitario para descubrir que todos los pueblos tienen estructuras ternarias, trinidades y cosas por el estilo? Mira que las religiones no se hacían con ordenador, era toda gente bien, que follaba como es debido, y todas las estructuras trinitarias no son un misterio, son el relato de lo que haces tú, de lo que hacían ellos. Pero dos brazos y dos piernas dan cuatro, y así resulta que también cuatro es un número bonito, sobre todo si piensas que los animales tienen cuatro patas y que a cuatro patas se mueven los niños pequeños, como sabía la Esfinge. Del cinco ni que hablar, son los dedos de la mano, y con dos manos tienes ese otro número sagrado que es el diez, y por fuerza han de ser diez los mandamientos, porque, si fuesen doce, cuando el cura dice uno, dos, tres y muestra los dedos, al llegar a los dos últimos tendría que pedirle prestada la mano al sacristán. Ahora toma el cuerpo y cuenta todo lo que sobresale del tronco, con brazos, piernas, cabeza y pene, son seis, pero en el caso de la mujer son siete, por eso creo que tus autores nunca se han tomado en serio el seis, salvo como el doble del tres, porque sólo funciona para los machos, que no tienen ningún siete, y cuando ellos mandan prefieren verlo como un número sagrado, olvidando que también mis tetas sobresalen, pero paciencia. Ocho; --Dios mio, no tenemos ningún ocho... no, espera, si el brazo y la pierna no cuentan como uno sino como dos, porque ahí están el codo y la rodilla, tenemos ocho huesos grandes que se bambolean desde el tronco, y si les sumas este último tienes el nueve, que con la cabeza da diez. Pero sin alejarte del cuerpo puedes obtener todos los números que quieras, piensa en los agujeros.

--¿En los agujeros?

--Si, ¿cuántos agujeros tiene tu cuerpo?

--Pues... --me contaba--. Ojos narices orejas boca culo, suman ocho.

--¿Ves? Razón de más para que el ocho sea un número bonito. ¡Pero yo tengo nueve! Y con el noveno te traigo al mundo, ¡por eso el nueve es más divino que el ocho! ¿Quieres que te explique otras figuras que se reiteran? ¿Quieres la anatomía de esos menhires que tus autores no se cansan de nombrar? Estamos de pie durante el día y acostados de noche; también tu cosita, no, no me digas lo que hace de noche, el hecho es que trabaja derecha y descansa acostada. De modo que la postura vertical es vida, y está en relación con el sol, y los obeliscos se yerguen hacia arriba como los árboles, mientras que la postura horizontal y la noche son sueño y luego muerte, y todos adoran menhires, pirámides, columnas, mientras que nadie adora balcones y balaustradas. ¿Has oído hablar alguna vez de un culto arcaico de la barandilla sagrada? ¿Ves? Además, tampoco el cuerpo te lo permite, si adoras una piedra vertical, aunque seáis muchos podéis verla todos, pero si adoras algo horizontal sólo lo ven los que están en primera fila y los demás que empujen mientras gritan yo también, yo también, y no es un espectáculo muy apropiado para una ceremonia mágica...

--Pero los ríos...

--Los ríos, no se los adora porque sean horizontales, sino porque tienen agua, y no querrás que te explique la relación entre el agua y el cuerpo... En resumidas cuentas, estamos hechos así, con este cuerpo, todos, y por eso producimos los mismos símbolos a millones de kilómetros de distancia y necesariamente todo se parece, y ahora piensa que a las personas con algo en la cabeza el hornillo del alquimista, todo cerrado y caliente por dentro, les recuerda la barriga de la mamá que fabrica los nenes, sólo tus diabólicos ven a la Virgen que va a parir al niño y piensan que es una alusión al hornillo del alquimista. Así se han pasado miles de años buscando un mensaje, y todo estaba ahí, bastaba con que se miraran en el espejo.

--Tú me dices siempre la verdad. Tú eres mi Yo, que por lo demás es mi Ello visto por Ti. Quiero descubrir todos los arquetipos secretos del cuerpo.

Aquella noche inauguramos la expresión “hacernos unos arquetipos” para referirnos a nuestros momentos de ternura.

Cuando ya me estaba durmiendo, Lia me tocó en un hombro.

--Se me olvidaba --dijo--. Estoy embarazada.

El péndulo de Foucault, cap. 63

Ignoria
http://bibliotecaignoria.blogspot.com/
Patricia Damiano - Isaías Garde

domingo, 26 de abril de 2009

¿Qué se es?

¿Qué se es?

IaIr Menachem, 5764

Casi nunca leo diarios; me produce vértigo la velocidad con que cambia de piel la realidad profunda, de paso inextricable: cómo se esconde bajo la realidad periodística que la cubre de vestiduras inanes. Mas a veces, sólo a veces, recurro a la tentación de compadecerme del tiempo, y hojeo lo que dicen, en los mismos medios, algunas voces que se desatan el chaleco ese que te mantiene a flote sobre la piel del mar, y se dejan llevar a las profundidades insondables del alma, para allí también, alzar la voz.

"Los personajes de En América reflexionan mucho sobre la posibilidad de cambiar. Uno afirma que se es lo que se cree ser; otro, que somos aquéllo en lo que nos hemos convertido", dijo recientemente la escritora Susan Sontag, hablando de su última novela en entrevista de Silvia Adela Kohan para el diario La Nación (Buenos Aires). No he tenido ocasión aún de leer la novela del caso, mas desde ya, he de agradecer a Sontag su feliz formulación de un problema fundamental de la filosofía, articulado en lenguaje actual.

¿Qué se es? ¿Qué identidad se vive, y cuál se es capaz de reivindicar? Ludwig Wittgenstein (1889-1951) advierte, en el prólogo a su "Tractatus Logico-Philosophicus" (1918) que "posiblemente sólo entienda este libro quien ya haya pensado alguna vez por sí mismo los pensamientos que en él se expresan o pensamientos parecidos". En tales términos, un libro, la realidad de afuera, el discurso del Otro, aún el tú esencial, sólo son capaces de comunicarnos lo que, en realidad, está desde un inicio dentro nuestro. Nada se aprende que no sea revelación de la propia interioridad. Cuando digo que alguien es mi interlocutor, estoy forzosamente significando que hay cierto grado de comunión entre su experiencia de la realidad y la mía, que hace que cada uno pueda operar la articulación de un conocimiento que reside en el interior del otro.

Nada sino eso mismo ocurre con un libro. Cuando un libro me dice algo, devela ese algo en mi propia conciencia, proveyéndome el lenguaje, el código, en que articularlo. El libro, el otro, la realidad de fuera-de-mí y aún las experiencias íntimas del amor, del dolor, etc., son entendibles así como herramientas de anagnórisis, de revelación, y en esos términos, de crecimiento y expansión del yo, hacia el exterior, desde la experiencia íntima del despertar. "Un libro no es un libro hasta que haya alguien que lo lea", se entiende desde el ámbito de las ciencias del espíritu, porque el factor constitutivo del libro como tal es su carácter de herramienta para la "autognosis", para la producción subjetiva de conocimiento en tanto inauguración de estados de conciencia, de los que hablan Dilthey y Husserl siguiendo una línea de pensamiento que en Occidente comienza quizá con Hegel, y que es fundamental para comprender la cadena hebrea de conocimiento.

¿Qué se es? Siguiendo esta línea de pensamiento, se es uno y el mismo desde un inicio; pero ese que se es, está en realidad al final del camino. Con un poco de buena puntería, se va siendo "más ese" cada día, a cada paso que se avanza en el camino del conocimiento, estimulado por la experiencia subjetiva de la realidad. Toda la experiencia del tiempo está llamada a abrir y desarrollar, en uno, quien uno desde un inicio es. Entonces, "estamos siendo", siempre, aquéllo en lo que nos convertimos, rumbo a quien uno Es, en potencia que se revela merced al aprendizaje de la vida.

Por otra parte, decir que un libro "no se recibe de libro" hasta que hay quien lo lee, es decir que uno no es quien cree/quiere ser hasta que la imagen de quien uno cree ser es la que refleja el espejo. Hasta que la realidad de afuera no lo reconoce a uno por tal. Continúa Wittgenstein en el prólogo de su "Tractatus": "lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que es imposible hablar hay que callar". Uno sólo puede hablar de lo que está dentro de sí, y aún así, sólo cuando ha adquirido el lenguaje capaz de articularlo. Pero viene Arthur C. Clarke, a mi antojo personal, a responder la limitación acaso intuible en la sentencia del "Tractatus". En la segunda de sus leyes (incluidas en "Perfiles del Futuro", 1962), sentencia: "La única manera de encontrar los límites de lo posible es ir más allá de esos límites y adentrarse en lo imposible".

"Adentrarse en lo imposible" tiene que ser salir del apretado corsé de la razón rumbo a la magia. A propósito de los genios, dice Mark Kac (1987) en su autobiografía (citado por José Padrón G., 1996, "Fascinación retórica y pensamiento mágico en las ciencias del espíritu".

Un genio ordinario es alguien al que usted y yo habríamos podido igualar si hubiéramos sido varias veces mejores. No hay ningún misterio sobre la manera de trabajar de su intelecto. Una vez comprendido lo que ha hecho, nosotros seríamos capaces de hacerlo. Es diferente con los mágicos. Están, utilizando la jerga matemática, en nuestro complementario ortogonal, y la forma en que su espíritu trabaja es a todas luces incomprensible. Incluso después de haber comprendido lo que han hecho, el procedimiento por el que lo han realizado queda completamente oculto". Penetrar lo imposible es poner a la conciencia a tomar atajos que la razón no contempla.

El "genio mágico", el mago a secas, es el lector que todo libro quisiera. Porque desde una apertura de conciencia muy superior a "la media", exprime del texto una cantidad y calidad de sentido, de significado, muy superior a la que es capaz de develar quien se encuentra atado a la razón. Es Newton, que no se limita a deducir la fruta machucada de la manzana que le cae en la cabeza. O el escocés Alexander Flemming, mirando con inteligente extrañamiento el plato de un microscopio accidentalmente lleno de moho por culpa de una espora que había volado por el aire; moho del que deduciría, rato después, la penicilina. Formas de conocimiento guardadas dentro de uno, que aguardan al primer estímulo exterior capaz de despertarlas, al primer código capaz de articularlas, y salen espléndidamente a la luz.

¿Hay un mapa posible de ese genio, de esa magia? Esa es, quizá, la pregunta cimental que subyace en la disyuntiva entre ser quien se cree/quiere, y ser aquél en el que uno se convierte a cada paso. ¿Hay un puente que conecte a aquél en quien me voy convirtiendo con quien de veras busco (o estoy llamado a) ser? ¿Hay un mapa de esa conversión paradigmática, que habrá de implicar siempre un apokalypsis, una revelación máxima de los más recónditos recovecos de la conciencia, abriéndose como una flor flameante que no teme el contacto con el aire, con el agua, con la tierra, con el sol?

Agrega Susan Sontag, más adelante en el reportaje citado: "En En América he elegido como protagonista de mi novela a una mujer ambiciosa y consciente de su talento, que cree que no existe una vida feliz, sino sólo una vida heroica". La disyuntiva pareciera ser, aquí, entre una vida feliz, "plena" en cuanto a la satisfacción del deseo, y una vida heroica, una vida que siempre se está exigiendo más allá de "lo que se da", y a cuyas cumbres, por consiguiente, se arriba merced a medirse con lo que parece quedar muy por encima de uno; merced a la participación de circunstancias internas y/o externas que escapan a "lo normal". Un ejemplo nos ayudará a comprenderlo mejor: "Nunca creí que un hombre se convirtiera en héroe por estar diez días en una balsa, soportando el hambre y la sed. Yo no podía hacer otra cosa. Si la balsa hubiera sido una balsa dotada con agua, galletas empacadas a presión, brújula e instrumentos de pesca, seguramente estaría tan vivo como lo estoy ahora. Pero habría una diferencia: no habría sido tratado como un héroe. De manera que el heroísmo, en mi caso, consiste exclusivamente en no haberme dejado morir de hambre y de sed durante diez días. Yo no hice ningún esfuerzo por ser héroe. Todos mis esfuerzos fueron por salvarme", dice el protagonista del "Relato de un Náufrago" de Gabriel García Márquez. Salvarse, en las circunstancias que le tocaron, es algo que está por encima de lo esperable en términos normales. Pero se salva. Y al hacerlo, se constituye en héroe, que rompe con la experiencia propia los límites de lo razonable, de un modo simétricamente idéntico a como el "genio mágico" lo hace al leer, a su peculiar modo, el texto que dispone ante él la realidad.

¿Qué se es? ¿Cómo dirigir en qué habrá de convertirse uno? Hay que saber elegir el texto al que abrir los tiernos pliegues de nuestra conciencia. Toda la realidad, toda la experiencia, es texto. Y hay que saber elegir, porque todo texto incide en el modo en que se abrirá y desarrollará nuestra conciencia. Todo "texto", ergo: toda experiencia, nos convierte. "La carta en la manga no es la filosofía, sino el pensamiento; no el sistema, no el conocimiento, sino, como para Heidegger, el asombro", me dicta la psicoanalista Silvia Bleichmar en una nota reciente del diario Clarín (mayo de 2003). Y sigo leyendo diarios, porque es oportuno contemporizar.


Ser Todo exige saber que se es nada

El salto fundamental en cada uno
Rosh Hashanáh 5764

iaIr menachem, Elúl 5763

Cada hombre es un mundo: cada hombre, es El mundo. Hablamos de Jerusalem, y hablamos también de la Jerusalem que tiene lugar dentro de uno. Hablamos de la creación del Hombre, de la Torre de Babel, del primer y del segundo Templo; y no cesamos de hablar de nosotros mismos. Hablamos de Abraham, de Itsják, de Iaakóv; y estamos hablando de cómo somos capaces de dar, de recibir y de sentir.

Espacios, tiempos y conciencias confluyen a la peripecia personal de cada quien. Somos todos los hombres enfrentando cada instante; la memoria de todos los días del hombre a cada paso en que hollamos el lugar. En nuestro lugar y nuestro tiempo, la sabiduría del mundo se hace alas extendiendo nuestras manos que evanescen en el aire, o lastre que nos precipita a tierra; dependiendo de cómo nos avengamos a tomarla o rechazarla, vivirla o aún desestimarla, que es desestimar nuestra capacidad de comandar la porción que nos ha sido dada de destino.

Mas, y sé que es concepto difícil de aceptar y comprender, ser Todo exige saber que se es nada.
¿Cómo hacer inteligible un concepto que parece tan contradictorio?
En unas horas apenas, ingresaremos al año hebreo 5764. "Rosh Hashanáh", la "cabeza del año", no es aniversario de la creación del Mundo sino del Hombre (en el sexto día del Génesis). En el sentido profundo de Rosh Hashanáh, de la cabeza del año, bulle la solución de la paradoja.

Rosh Hashanáh es también llamado "Iom HaDín", el "Día del Juicio". Explican nuestros sabios que en este día, cada hombre es sometido a juicio por el Creador. En los días que hacen de cabeza, de mente para cada ciclo de tiempo, tienen lugar los pensamientos que dictarán la actividad de todos los otros órganos temporales: Qué movimientos serán propicios a los pies, las manos, los sentidos y el corazón del año que comienza, es materia de dictamen para este día de Juicio, en que el Rigor de la causalidad absoluta pende sobre todas las cabezas hechas una, y sobre cada cabeza en representación de todas ellas.

Desde esta base conceptual se despliega el ritual todo de Rosh Hashanáh.

Contrariamente a lo que el sentido común pareciera indicar, nada en la plegaria de los hebreos en estos días hace referencia directa al Juicio que enfrentamos, cuya calidad sólo la reflexión profunda nos permitirá comprender. Toda la plegaria de Rosh Hashanáh apunta, de modo directo y explícito, a la coronación del Creador como Rey sobre la creación.

Volvamos aquí, necesariamente, al inicio de la reflexión: cada hombre es, necesariamente, todos los hombres este día. Cada hombre es un mundo en potencia, y por cuanto es en potencia debe responder en el Juicio. ¿Acaso podría alguien responder por semejante capacidad, tan lejos como estamos en los hechos de lograrlo? ¿Qué proporción de nuestra capacidad mental utilizamos? ¿Cuánto es, en relación a lo posible, el sentido moral que en realidad desarrollamos? ¿Cuánto bien ejercemos, en relación a aquél de que somos capaces? ¿Cuánta es la belleza que hacemos evidente, en el contexto de la que nos ha sido dado producir? Cada instante en que cometemos la denigrante estupidez de aburrirnos, es un instante en que estamos destruyendo mundos enteros, que hallan cerrada la matriz de nuestros actos al momento de nacer.

La impronta de la Creación, y por consiguiente la del Juicio, está inscripta en nosotros. No disponemos de la más mínima posibilidad de empuñar una defensa hábil de absolvernos. Lo sabemos, porque sabemos también que el estado de la Creación no es propicio al trabajo espiritual que nos ha sido encomendado. Porque sólo los actos de los hombres iluminan u oscurecen su comprensión del sentido de la vida, el propósito de la Creación; y habilitan o alienan su comunicación con el Creador. Sólo el trabajo mancomunado de las mentes hace lugar a la incidencia de La Mente sobre la realidad de cada uno, que es la realidad de todos.

De tal modo, sólo por esa incidencia Real nos es dado clamar, en la hora del Juicio.
Es a través de la "hitbatlút", del trabajo de anulación egoica, de concientizarnos de que estamos tan lejos de realizar nuestro potencial como lejos se encuentra el sol naciente del poniente, que nos erigimos por encima de nuestras cotas, y subyugados por el potencial a que no hemos dado lugar, suplicamos: "hinasé al kol haArets..." -"hazTe manifiesto sobre la Tierra toda-, "melój al ha'Olám kuló" -reina sobre el mundo entero-. Es que es necesario ser, cada uno, los hombres todos, para poder coronar un Rey: no podría un hombre sólo coronar un Rey, como tampoco puede éste coronarse a sí mismo por tal.

No basta para ser Rey con ejercer todo el poder y el control; no basta con que la creación toda le esté sujeta cada instante: ser Rey, exige reconocimiento; y si no hay tal feed-back, tal reconocimiento por parte de sus creaturas, el Creador no reina en realidad sobre la creación, sino que la gobierna y controla, ciertamente, mas ausente de majestad.

No hallamos, por tanto, en toda la plegaria hebrea de Rosh Hashanáh, oportunidad alguna de suplicar clemencia para el Juicio individual, porque no se trata de ello la oportunidad del instante. De no mediar un milagro, de no mediar una vuelta de tuerca radical, en términos de "juicio", de derecho, estaremos perdidos. Dedicamos, en cambio, esfuerzo y devoción a coronar al Creador como rey sobre su Creación. Dedicamos la oportunidad de la defensa a pedir y hacer lugar al cambio revolucionario, al verdadero reinado de la luz y la verdad, y a declararnos sus obreros y soldados.

En Rosh Hashanáh, enfrentamos el Juicio en que se define vida y muerte, salud y enfermedad, pobreza y riqueza, felicidad y desazón. A través de poner nuestra atención muy por encima de nuestro ínfimo destino personal, es que adquirimos la estatura moral necesaria para enfrentar cabalmente el juicio: coronamos al Creador como Rey sobre su mundo.

Así como cada quien es creado individualmente y en la más completa soledad, así como el primer Adám es creatura única en su mundo al momento de su creación: en el aniversario de la creación del primer hombre, en el día del Juicio, cada hombre es El Hombre; cada quien es todos los hombres y se reviste de todas las formas fundamentales de lo humano, de todas las potencias, de todas las voces. Cada uno es un mundo completo en este día, y de tal mundo entero, de tal humanidad de que se inviste, nacerá su relación con la Realeza y la porción que le corresponde en el destino de la humanidad.

En el vértigo de representar el rol de un hombre único y total, "vamos de fiesta al juicio", dice el Tur, "porque no estamos preparados para salvarlo". Pero estamos seguros del milagro: el "mundo entero", la "creación completa" en que se erige cada uno de nosotros, no se destruirá. Cantamos la coronación, clamamos por la verdad, porque somos juzgados.

Toda la historia de Adám, del primer hombre, no es sino una verdad que permanece, que se reedita a cada instante y en cada hombre. Mas, como decimos en la plegaria de Rosh Hashanáh, "nitrajaknu meal admateinu" -nos hemos alejado de nuestra tierra, de nuestro puesto-, y los "Ovdím", los extraviados, retozamos en tierra extraña, en "Ashúr". En estos días del Juicio, clamamos por luz que ilumine el camino de retorno a casa, a nuestra naturaleza fundamental de creaturas formadas a semejanza del Creador, creadores a nuestra vez, ejecutores del tiempo que nos ha sido entregado por tierra para cultivar. Clamamos por redención, sabiendo que la redención se enraiza en hacer en nuestro tiempo, en pensarla, y en sentir.


Me viene a la memoria aquella fascinante escena final de la película "Birdie", que vi en 1986 con alguien que ya no está: el hombre que busca la libertad en el vuelo de los pájaros, según los médicos está por fin fuera de peligro. Ante los ojos de su amigo hermano, abre los brazos de pronto en ademán de aleteo junto a la ventana. Un mínimo instante de suspenso infinito se sucede, en el que pasan por la conciencia del amigo todas las memorias de la historia común y la espiral de pesadilla en que ha intentado librarle de la locura de volar. Y Birdie, ahora que sabe que no se puede, ahora que sabe que hay una libertad superior en el conocimiento de su incapacidad de volar, sube al vano de la ventana, y de un salto apocalíptico se atreve al vacío. Corre desgarrado hasta la ventana el amigo; la vida entera hecha torrente y tormenta y pregunta y jirones de grito atroz. Y ahí abajo, a apenas medio metro de distancia, sobre el techo que sin aproximarse a saltar no se veía, ríe con él Birdie; y se lo ve feliz.

Romper con lo que se nos ha hecho ver como normalidad no es dar un salto al vacío, sino adquirir la oportunidad de un nuevo piso bajo los pies, que no admite más techo que el Absoluto, iluminando con luz plena nuestras mentes. En cada uno, reside el destino de Todo. Y la belleza de la verdad se ve, al extremo de un horizonte vertical, accesible casi a la punta de los dedos, en estos días en que se nos hace propicio cambiar, saltar, quebrar todas las cáscaras de que nos hemos vestido, y descubrir la oportunidad diáfana de ser, de modo tal que cada instante que vivimos porte intenso y verdadero sentido.

Sea la Voluntad de un año luminoso, grato y de bendición para todos.

LA HISTORIA ENTREVERADA Y VERAZ DE LA HISTORIA URGENTE Y DESTELLANTE DEL PUERTO CÓSMICO DE OLIVOS, DEL ALEPH, DE LA NOCHE, DE LA PRINCESA QUE ...

... RECHINANDO LOS DIENTES SE OLVIDABA DE SÍ, Y DEL PRÍNCIPE VALIENTE QUE LE BAJÓ LA LUNA POR CANDIL Y SIRVIÓ SU CAMISA COMO ALFOMBRA DE CIELO PARA FLOTARAN -CASI- SUS PEQUEÑOS PIES

iaIr Menachem, 5761

Unos cien metros dentro del mar, frente a las costas de Olivos, se ve en las noches sin luna el viejo casco rosado de lo que debió ser una embarcación de rescate. Antiguamente circulaban por el Puerto Oceánico de Olivos las más exageradas versiones: hablaban de guerras ancestrales, de epicentros lúdicos hundidos por la mafia o por la desazón, de papeles burocráticos de obsesiva perfidia, que habrían cambiado de lugar una y otra vez por siglos para retrasar infinitamente el rescate.

Años atrás, los cables de algunas agencias de noticias repitieron las palabras de unas damas muy exaltadas (salieron también por Crónica TV), que decían haber visto una chimenea, y humo azulino elevándose a la nada desde ella ordenadamente, como en bocanadas de un morse ininteligible para el no iniciado en las lenguas del casco memorioso. Pero nadie les hizo mucho caso; que de barcos y de hombres abandonados está el mundo lleno, y nos los muestran en directo.

Pero ayer.... ayer la luna se ocultó un rato. Lo habrá visto usted, señor juez.

Ayer noche la luna se ocultó un rato bajo el mar, y la luz que vino desde abajo inauguró en destellos la figura del casco que miedosos y apurados querían olvidado; con perfidia los memoriosos; con indolencia los más.

Ayer noche, cuando en ningún otro lugar era posible estar que en el Puerto Oceánico de Olivos -que se proyectaba en imagen y demenciaba las conciencias-, se vio a las claras que ni la pintura siquiera ha cejado en la férrea voluntad del barco. Amanecía y una bandada de gaviotas concurrió a reunirse en asamblea. La luz blanca de la luna amanecía ya por horas desde el nido bautismal, e inverosímilmente, nadie se preguntaba nada. O sí, se preguntaban. pero se preguntaban otras cosas, y hacían un barullo bárbaro en el correr alrededor, sorteando la pregunta, La Pregunta, extenuándose en vano, soñando en cerrar los ojos, y abrirlos, y que nada hubiera sucedido en verdad.

Conocerá usted, señor juez, de las asambleas de gaviotas.

Hubieron de enderezar el casco, no sin esfuerzo, los más jóvenes de los cadetes alados, para disponerse en círculo en popa con la más vieja en el medio. Acaso coincidencias en cadena, acaso la fuerza con que claman a sus cielos cotidianos las gaviotas, lo cierto es que se vieron líneas de fuego y torbellinos enderezando los mástiles, y nubes desgranándose deliciosamente en copos oxigenados que bañaban la límpida intimidad de la cubierta. Voces raras la mar de confundibles con truenos parecían instruir.... y el barco parecía responder, que no es una conducta habitual en los barcos que uno ve abandonados. Nada se movía en la asamblea, fuera de los dos guardianes que aleteaban en lo alto sin parar y gritaban. A veces parecían alertar. Otras, sólo daban órdenes a los obreros invisibles.

Esta mañana los muchachos de Prefectura amanecieron confundidos. No tienen forma alguna de adentrarse al mar desde el Puerto Cósmico de Olivos, porque no hay mar allí sino para el barco rosado del rescate. Enviarán intimaciones y multas por correo, seguramente. Como a las diez de la mañana, con un alarido de luna en celo, subieron vertiginosamente las gaviotas en pendiente vertical, y cual vivas saetas portando verdad en el dibujo de las alas y los picos, otearon los abajos mezquinos con un radar celestial. Así, dieron con el cercano foco de tristeza que asolaba de viejo una mirada dulce que -y nadie lo notaba-, se mantiene presa y temblorosa en un ergástulo de la zona.

El barco, mire usted, quedó hecho una belleza. Sus plantíos íntimos de muérdagos y mandrágoras blancas se han expandido con los años, hasta sumarse a la férrea estructura. la biblioteca enorme, empastada de pura agua, rellenó de poesía y letra fiel cada rotundo agujero de los que la espera tenaz infligió a la fe de la propia embarcación. Y el timón, celoso y decidido, no deja que nadie se le acerque. Emergió del agua oscura la embarcación, o quizá es el agua que se fue, y para pavor de quienes se restreguen los ojos y sean capaces de advertirla, va graciosamente a los tumbos la nave holística, siguiendo la huella de un colectivo que le ha dicho saber a dónde va.

No soy yo. Se complota la vida para el rescate, señor juez. El Puerto Oceánico de Olivos está en paz. Y si usted me deja cumplir con la misión, prometo dejarlo sonriente. Le voy a inaugurar un muelle para los pescadores incrédulos, que no saben los ejemplares de maravilla que nacen y se podrá pescar, por mérito de una vida que se advierte en el espejo después de siglos de amnesia. Todo porque alguien se yergue y se apresta a comandar su destino de grandeza, en una danza ritual de vida toda.

Sí, ya le saco todas esas plumas de la mesa. Eran mis testigos; no lo pude evitar. Y le voy a reponer la levita.... aunque se le incendió la punta porque usted no creyó en el fuego. Mándeme abrir la ventana ahora, por favor, que ya me voy.

La raíz de sí

por iaIr menachem, 5763


Como un flash a quemarropa, la visión le arrancó la somnolencia del rostro y le dejó con toda su perplejidad a la vista, frente a la pantalla indolente, a la que nada le importaba ese maldito espejo en espiral. El dictado escapaba de sus límites, y ya no sería posible predecir ni aun disimular. ¿Cómo vencer esa inflexión del tiempo que hacía, una y otra vez en los últimos días, aparecer sus versos ya escritos y publicados ni bien él se sentaba presto a comenzar a teclear? Era como que hubieran empujado su tiempo apenas unos centímetros hacia atrás en la recta inefable, como que hubiera pasado a estar un nanosegundo detrás de sus palabras que se le adelantaban y articulaban su propia escenografía sin darle oportunidad de intervenir. ¿Cómo debe reaccionar uno cuando reconoce el poema que está a punto de escribir, exacto, intacto, con apenas una modificación nimia —sólo por solo, ves de ver por vez de ocasión—, que cambiaba el sentido pero nada más que el sentido, ya publicado y comentado un minuto, dos, tres minutos atrás comiéndose viralmente los espacios de la red a los que él, si aun en vano tipeara lo que tipeado estaba ya, no podría ingresar ni exhibir ni demostrar? Ay de la pesadilla que se incrusta zambullendo en el presente el futuro inmediato, carcomiendo el orden de las causas y los efectos para llevar todo a una simultaneidad gelatinosa, imposible de defender y de firmar. Ay, ¿dónde dejar ahora la reivindicación de la inexistencia de un autor, si el autor deja efectivamente de existir y ya no hay razón para que nadie le preste atención? ¿Con qué autoridad negarse como autor, cuando uno deja realmente de ser necesario para la obra? Decía la pantalla "un verso calmo, un beso / que anota mi tiempo y mi saber / que toda estás por conocer / en el amor que hago cuando rezo" y nada había por agregar en esa otra ventana en blanco que había abierto, y apenas si había elegido la fuente de su agrado para empezar a escribir esas mismas letras, ese orden de su sentir sagrado (había dudado ya entre "un verso calmo, un beso" y "un verso, un salmo y beso", mas qué podía importar ya la duda cuando la respuesta estaba), y ahí burlándose de todo autor mientras una entelequia cualquiera, un nombre de espíritu inmediato lo firmaba desasido de la tierra y de las palizas discusiones de los hombres en las que ya no tendría cabida. ¿Cómo matar al virus que acometió al tiempo ese sino suspendiendo la creación, sometiéndose al silencio del alma hasta condenarlo al aburrimiento, desparasitarse inexistiendo por el tiempo necesario, saltando sobre las cotas de la vida para superar en inmortalidad al acertijo y sobrevivirle para escribir después, por fin en paz? Le mareaba la incertidumbre, la desazón de no saber si eran sus propias letras parasitadas por un engendro de la nada, o si la letra había ampliado su foco y llegaba a más de uno a la vez y le descalificaba de veras, entonces, porque no es lo mismo defender el producto de la propia creación que solamente tratar de llegar primero a la meta en una carrera cualquiera. Le dolía el estómago y la cabeza y temía decirse decir nada por la aprehensión de que estuviera dicho ya, desde siempre o a más tardar desde el instante mínimo ese mediante entre que se le ocurriera y se atreviera a alzar la voz, la mano, la pluma, la decisión emocionada, la gana que llegaría indefectiblemente tarde para articular lo que articulado aparecería ya como si desde siempre, como si sus letras no cesaran de ser un plagio de sí mismo, y ahí encontró una clave y releyó ávidamente presa del vértigo que empezaba en llanto y culminó en sonrisa, releyó toda su obra de meses llena de ficciones y metáforas que se iban acomodando a medida que leía en una hoja blanca en el centro de su pecho y tejían un dibujo que no era sino el dibujo de su vida, anticipado en las letras de ese diario que no había querido ser tal, que le precedía y le había precedido siempre y por eso siempre había aparecido consumado ante sus ojos ciegos hasta que se hizo necesario de veras que entendiera de qué se trataba lo que siempre había escrito y la letra noble escapó entonces de sus manos y se dio a articularse sola para ser ya el poema finado ante sus ojos, evento y conmemoración de un tiempo de museo que debía superar para romper el ritmo de sus techos y aullar sin platea ni testigos en un lenguaje que no se anticiparía a sí mismo porque él, con las tripas en la mano alariendo versos que mudarían la realidad, le ganaría de mano.

Sonrió, entonces, y tituló en la pantalla en blanco: "¿Qué es la poesía?".

Las letras que cifran nuestros días (III)

por iaIr menachem

Saltaba del tres al cuatro como quien se desliza por debajo de su propia sombra, para ser otro nuevo sin dejar de ser él. Sabía que en el tres se reafirmaría lo suficiente como para reproducirse en el cuatro. Así, la tercera letra, guimel, con su forma de gamál (el camello) bien afirmado sobre sus patas, le daría la confianza para ser dálet, la puerta (délet) que hay que cruzar para vencer al tiempo, y que se basta con un sólo pie de iód para sostener el majestuoso techo de la vav horizontal.

Había que sumar 5 para llegar del tres al cuatro, a juzgar por las formas de las letras, que eran las que él adoptaría para el tránsito mágico. Desde la unidad única y filosa del uno que es la finalidad del amor y campea sobre el reino de las letras y las cifras, al dos que alude a los dientes de que se sirve para complacer y para mantener al cuerpo vivo, y la casa, la letra bet, construida -que lo sabía ya por fin- de a 2 (se lo dijo un día el nombre de la letra bet, que es la palabra "báit" = casa, que vale lo mismo que "beshnáim"; ésto es: "con dos", y no con menos ni con más se construirá una casa). Estaba apurado por llegar. Todo detenerse, toda demora, era como una cancelación del propio tiempo, una anulación inútil, desde que sabía de dónde venía y hacia dónde le llevarían sus pasos, inexorablemente.

En el cuatro incursionó espacio y tiempo; preparado por fin para las guerras de la vida, en el cinco de los dedos de la héi construida con una dálet y una iod que se hacen "iád", mano a derecha e izquierda -arriba y abajo- de la vav en el Nombre sagrado impronunciable, tomó el "jimúsh" = armamento del "jamésh" = cinco, y se paró erguido, listo para la guerra de este mundo, que culminaría con el "sasón", la alegría plena que parió el entendimiento en "shesh" que es seis, y es la vav del cuerpo entero, la vav que le enmendaría del cuello al sexo con luz nueva, tornándole apto para reinar.

Y entonces, llegó shabát, la oportunidad de la saciedad, el juramento fatalmente maravilloso de la enmienda completa. El principio activo de la realidad, justo en el momento en que él fulgía de alegría; la letra zain enhiesta, con la evocación por herramienta de futuro. En estado de reposo, advirtió que acababa de crear un mundo.


¿a tí también la tecnología te cambió la vida?

(cuento probable con moraleja)

por iaIr menachem

Estábamos felices de habernos mudado, por fin, a un edificio en que tanto buen provecho recibíamos de la mejor tecnología disponible. Teníamos dos pequeñas pantallas en la cocina (que se reproducían en el dormitorio): una, para ver qué sucedía en la acera, junto a la entrada; la otra, nos daba una perspectiva completa del pallier de nuestro piso. Los electrodomésticos fundamentales (heladeras, freezer, microondas, grill, hornos, hornallas, licuadora, exprimidora, lavarropas y secarropas, lavavajillas, picadora de carne, etc.) habían sido dispuestos por los constructores y diseñadores de modo armónico, empotrados en la estructura de casa, para que el espacio, vasto de por sí, resultara óptimamente aprovechado.

Algunas decenas de visitantes asiduos de nuestro hogar conocían el secreto para ingresar al edificio: en el tecladito numérico que estaba afuera, junto a los timbres, había que presionar una vez el botón con el dibujito de una llave, luego los números 1-3-7-6 y otra vez más el botoncito de la llave; y entonces, mágicamente la puerta se destrababa y uno podía abrirla sin esfuerzo de par en par. Todo había rodado maravillosamente bien hasta ese día, el de la sorpresa que pondría en vilo nuestras almas.

Esa mañana, quien ocupaba a la sazón el puesto rotativo de administrador del edificio, recibió una llamada fatal en el celular de su automóvil (providencialmente, lo había llevado consigo a la ducha, donde se ocupaba de menesteres naturales cuando el ring que lo cambiaría todo). Hablaba el cadete tercero del departamento de disculpas graves de la empresa ....... SA, que se había ocupado de diseñar e instalar el complejísimo sistema de visores y portero electrónico, y sobre todo, de determinar la clave única capaz de abrir la puerta del edificio a quien supiera teclearla correctamente.

El caso es que las computadoras de la empresa ...... SA acababan de advertir una falla, o más bien un efecto indeseado e impensado, colateral, producto del programa pero ajeno a él. Parece que la combinación de varios de los pasos seguidos por un complejo algoritmo para diseñar el entramado de cables que surcaba las paredes de todos nuestros apartamentos, bien escondidos entre el cemento y el metal, entre los poliestirenos templados y los ladrillos,... ese mismo algoritmo que al cabo de todos los pasos previos daba por resultado también la sencilla clave numérica que abría la puerta del edificio, en medio de todo este procesamiento, inevitablemente, producía también un código numérico que provocaría tal caos de tensión en los cientos de kilómetros de cables que nos envolvían, que el riesgo estadístico de que la estructura completa se desmoronara, convirtiendo a nuestro edificio postmoderno en una pila de escombros, superaba el noventa por ciento.

La computadora halló que dicho número era determinado a lo largo del procedimiento, como subproducto del modo en que la observación iba reformulando el diseño general; mas no era consignado en ninguna parte. Esto es: dicho número existía, pero no había modo de saberlo que no fuera embocarle por error al intentar abrir la puerta, o jugando distraídamente con el teclado, y entonces, si el experimentador sobrevivía, acaso recordara -inútilmente ya- el número que habría precipitado la catástrofe colosal. Tuvimos, esa noche, una asamblea de emergencia en la que ningún hombre supo qué decir a ninguna de nuestras esposas que lloraban. Resolvimos asesorarnos con la propia empresa, con los bomberos, con un ingeniero de minas, con la administración de cementerios, con los analistas del partido verde. A partir de esa noche, comenzamos un sistema de guardias rotativas: a mí me tocó estar entre las 2 y las 3 de la mañana, sentado en la cocina con la mirada fija en la pantalla que mostraba una acera desierta, vigilando que nadie se aproximara a nuestro teclado y tecleara nada que no fuera el número exacto capaz de abrir la puerta. Las instrucciones eran precisas: al ver a alguien aproximarse al teclado, activar mi cámara para que el incauto me viera de pronto frente a sí y mirándolo fijo, e interrogarle acerca de qué números se propone teclear. Llegado el caso, instruirlo, prevenirlo de todo error. Y ante una situación límite, en que el visitante declarara inequívocamente su intención de teclear un número equivocado (y por consiguiente, peligroso), activar en máximo chorro y sin piedad todos los regadores de nuestro bonito jardín -para ello, cada guardia pasaba a quien le seguía el control remoto de los regadores-, que habíamos dirigido hacia el área del teclado como para un baño preventivo a quemarropa.

Esa misma noche hubo varios incidentes, cuyo desenlace fue producto más de la combinación de tensión, temor y sorpresa, que de la eventualidad de alguien que acudiera de madrugada a teclear especialmente un número equivocado en nuestro videoportero electrónico. Las citaciones de la policía por la mañana demostraron que urgía hallar una solución mejor. Los técnicos de la empresa fueron muy amables al explicarnos que la única solución efectiva coincidía en desmontar todo el entramado de cables, y cambiarlo por un nuevo diseño a salvo de este "pequeño error", sobre el que estaban trabajando sin descanso. El problema era que desmontar todos los cables significaría poco menos que desmontar el edificio entero, parte por parte, para volver a armarlo luego como al más tragilúdico de los puzzles (alguien bromeó: fíjate si un ladrillo es la pieza 116 y un horno microondas es la 117 y en el fragor de la construcción ponen el otro por el uno en cualquier lado). Escuchamos a unos y a otros, atendimos a la prensa, recibimos a costo subsidiado la atención de un equipo de asistentes sociales. Conversábamos mucho en esos días: convertimos al salón de fiestas del edificio en una suerte de asamblea permanente, que todos frecuentábamos en cada momento disponible. Las guardias continuaban, y fueron estructuradas en un sistema de rangos militares, con distribución de titularidades y suplencias; y al cabo de pocas semanas, incluso reforzamos el precario sistema de regadores con unas duchas alimentadas por una bomba capaz de arrojar chorros de agua hábiles para voltear a un elefante.

No obstante, la angustia crecía; era obvio. Nadie se sentía tranquilo. Un vecino llamó a un tasador, pensando en vender su apartamento, y a los quince minutos el tasador seguía con hipo, fruto de la hilaridad que le produjo la mera idea de que alguien quisiera comprar un lugar en nuestro abismo. Hasta que un día alguien preguntó por qué teníamos miedo de este número fatal, tan improbable, y no de la estadística de accidentes de tránsito, o de los terremotos, o de cómo pudiera reaccionar nuestro pobre corazoncito ante el estado de angustia constante. Alguien dijo que, así como confiamos cada día en que mañana también viviremos, debíamos confiar en que Quien rige lo que parece casualidad y nos había provisto seguridad para hoy, nos la proveería también mañana. Caramba con el poder de una letra mayúscula, que te cambia la altura de todo tu renglón.

¿Cómo no se nos había ocurrido que sólo lo inconcebible podría responder eficazmente a lo fatal? ¿Cómo no dedujimos inmediatamente que nada sino el pensamiento que teníamos por mágico podría salvarnos? A partir de dicho día, todo cambió. La respuesta que descubrimos se metió por cada resquicio vital de nuestros hogares, y la fe reconstituyó a nuestro edificio por completo. Hoy, nadie se acuerda casi nunca del número maldito que aún ignoramos. Hemos desarrollado la doctrina del mérito que nos sostiene a salvo, hasta un nivel de detalle exquisito. Y no sólo somos felices otra vez, sino que ahora, somos buenos.


Las letras que cifran nuestros días (II)

iaIr menachem

Néstor y Paul son físicos, científicos serios y probos, y se hallan perplejos. Ante ellos el laboratorio, conmocionado por la interrogante que devasta certezas. Las papeleras rebosan borradores desechados, que se encarnan insolentes -indolentes- sobre mesas y piso, sobre el instrumental al que la inclemencia palmaria del 137 convirtió en obsoleto.

Ciento treinta y siete. Han inundado las paredes con distintas grafías del número pavoroso. Sus teorías carecen de toda herramienta para descubrirlo, para enunciarlo, para comprobarlo; y no obstante está allí: el inverso de 137,035999710..., la constante de la estructura fina del universo que determina el comportamiento de cuanto Es frente a nuestros sentidos. Avraham, que ignora las angustias de Paul y Néstor, eleva su plegaria.

El sabe que el mundo fue creado por el nombre E-lohím, que significa "ba'al hakojót"; ésto es: dueño de todas las fuerzas. Y como es arriba es abajo, por lo que el valor numérico de "ba'al hakojót" equivale al valor numérico de la palabra "Israel". En los mundos bajos, es Israel el administrador de las fuerzas vivificantes con que el Creador renueva de continuo la acción de Bereshít.

Néstor y Paul ven desmoronarse su certidumbre científica. Saben, ahora sí, que hay constantes del cosmos, ejes fundamentales de la existencia, a los que su ciencia no tiene acceso. No saben que el nombre E-lohím es utilizado a veces para denominar a los ángeles, a los ministros que representan en el Firmamento la voluntad de los pueblos de la Tierra. Por ello, no saben de la expresión "E-lohéi haE-lohím", "Dios de todos los dioses", o más propiamente, "amo de todo poder".... no saben que 137 es el valor de "E-lohéi haE-lohím", que rige a la naturaleza en la Creación toda, a partir de las reglas esenciales explicadas en la Kabaláh.... cuyo nombre hebreo vale 137 también.

Todos parecen saber lo mismo. A unos los angustiará hasta que se quiebre la soberbia que hace aparecer como omnipotente su ciencia. Al otro, le elevará a un éxtasis maravilloso.


Las letras que cifran nuestros días

por iaIr menachem

En esa casa, vivía un niño delgado que no paraba de comer. Comía mucho más que lo que suelen los niños de su edad, y aún así, no engordaba, no crecía demasiado, y tampoco envejecía. Sus padres, consternados, fueron donde su Maestro en busca de explicación y consejo.

El Maestro ordenó revisar las mezuzót, esos trozos de cuero curtido que colocamos en los marcos de nuestras puertas: sabemos que lo ahí escrito nos escribe; lo que ahí se dice, es por nosotros que se dice.

Un pasaje de la mezuzáh indica (Devarím -Deuteronomio- 11:15): "Y Daré pastura en tu campo para tus animales, y comerás, y te saciarás". Como era obvio, en la mezuzáh que se hallaba a la puerta del dormitorio del niño, la palabra "vesabá'ta" -"y te saciarás"- estaba borrada; no restaba sino un comer angustiosamente interminable. Faltaba la saciedad. Reescríbela, y reescribirás su destino.


¿"un verso, un salmo y beso"?, y el lenguaje nuevo

por iaIr menachem, alguna vez

Como un flash a quemarropa, la visión le arrancó la somnolencia del rostro y le dejó con toda su perplejidad a la vista, frente a la pantalla indolente, a la que nada le importaba ese maldito espejo en espiral. El dictado escapaba de sus límites, y ya no sería posible predecir ni aún disimular. ¿Cómo vencer esa inflexión del tiempo que hacía, una y otra vez en los últimos días, aparecer sus versos ya escritos y publicados ni bien él se sentaba presto a comenzar a teclear? Era como que hubieran empujado su tiempo apenas unos centímetros hacia atrás en la recta inefable, como que hubiera pasado a estar un nanosegundo detrás de sus palabras que se le adelantaban y articulaban su propia escenografía sin darle oportunidad de intervenir. ¿Cómo debe reaccionar uno cuando reconoce el poema que está a punto de escribir, exacto, intacto, con apenas una modificación nimia -sólo por solo, ves de ver por vez de ocasión-, que cambiaba el sentido pero nada más que el sentido, ya publicado y comentado un minuto, dos, tres minutos atrás comiéndose viralmente los espacios de la red a los que él, si aún en vano tipeara lo que tipeado estaba ya, no podría ingresar ni exhibir ni demostrar? Ay de la pesadilla que se incrusta zambullendo en el presente el futuro inmediato, carcomiendo el orden de las causas y los efectos para llevar todo a una simultaneidad gelatinosa, imposible de defender y de firmar. Ay, ¿dónde dejar ahora la reivindicación de la inexistencia de un autor, si el autor deja efectivamente de existir y ya no hay razón para que nadie le preste atención? ¿Con qué autoridad negarse como autor, cuando uno deja realmente de ser necesario para la obra? Decía la pantalla "un verso calmo, un beso / que anota mi tiempo y mi saber / que toda estás por conocer / en el amor que hago cuando rezo" y nada había por agregar en esa otra ventana en blanco que había abierto, y apenas si había elegido la fuente de su agrado para empezar a escribir esas mismas letras, ese orden de su sentir sagrado (había dudado ya entre "un verso calmo, un beso" y "un verso, un salmo y beso", mas qué podía importar ya la duda cuando la respuesta estaba), y ahí burlándose de todo autor mientras una entelequia cualquiera, un nombre de espíritu inmediato lo firmaba desasido de la tierra y de las palizas discusiones de los hombres en las que ya no tendría cabida. ¿Cómo matar al virus que acometió al tiempo ese sino suspendiendo la creación, sometiéndose al silencio del alma hasta condenarlo al aburrimiento, desparasitarse inexistiendo por el tiempo necesario, saltando sobre las cotas de la vida para superar en inmortalidad al acertijo y sobrevivirle para escribir después, por fin en paz? Le mareaba la incertidumbre, la desazón de no saber si eran sus propias letras parasitadas por un engendro de la nada, o si la letra había ampliado su foco y llegaba a más de uno a la vez y le descalificaba de veras, entonces, porque no es lo mismo defender el producto de la propia creación que solamente tratar de llegar primero a la meta en una carrera cualquiera. Le dolía el estómago y la cabeza y temía decirse decir nada por la aprehensión de que estuviera dicho ya, desde siempre o a más tardar desde el instante mínimo ese mediante entre que se le ocurriera y se atreviera a alzar la voz, la mano, la pluma, la decisión emocionada, la gana que llegaría indefectiblemente tarde para articular lo que articulado aparecería ya como si desde siempre, como si sus letras no cesaran de ser un plagio de sí mismo, y ahí encontró una clave y releyó ávidamente presa del vértigo que empezaba en llanto y culminó en sonrisa, releyó toda su obra de meses llena de ficciones y metáforas que se iban acomodando a medida que leía en una hoja blanca en el centro de su pecho y tejían un dibujo que no era sino el dibujo de su vida, anticipado en las letras de ese diario que no había querido ser tal, que le precedía y le había precedido siempre y por eso siempre había aparecido consumado ante sus ojos ciegos hasta que se hizo necesario de veras que entendiera de qué se trataba lo que siempre había escrito y la letra noble escapó entonces de sus manos y se dio a articularse sola para ser ya el poema finado ante sus ojos, evento y conmemoración de un tiempo de museo que debía superar para romper el ritmo de sus techos y aullar sin platea ni testigos en un lenguaje que no se anticiparía a sí mismo porque él, con las tripas en la mano alariendo versos que mudarían la realidad, le ganaría de mano.


las rimas del Tiempo

por iaIr menachem

Tiempo no rima con "nada"
-que nada es obra del tiempo-,
que sin esfuerzo no vale
ni la rima más buscada;

que el habla no dará nada
más alto que la armonía:
que hay que hacer poesía
(y si no, no hacer nada):

poesía de ideales,
de deseo, de razones;
rimar encuentros fatales
para alumbrar corazones.

¿Sabes qué? Yo no sé cuándo
la presta brisa que piensa
parió la palabra tensa;
mas sé que la hace amando.

apuntes para una estética capaz de decirnos fielmente

por iaIr menachem

Otra cosa que la luz, que se desplace a la velocidad de la luz, no puede ser sino luz: Metáfora que colapsa y entonces viaja entera, arriba y abajo -significado y significante- amalgamados en Uno que se desplaza de sí a sí abduciendo el tiempo sucesivo.

Los extremos de la metáfora se aproximan y se tienden lazos y se abrazan y se apegan y se consolidan en Uno, bajo el influjo del vértigo centrípeto de su propia carrera -aún el espanto nos une si no el amor-.

¿Quién es el sabio? Quien entiende una cosa desde dentro de otra. O sea: quien sabe que todo es metáfora de algo otro, y cada objeto y creatura, en cada nivel de existencia, es significado de algo y significante de algo más. Quien tal sabe y sabe cómo, a partir de cada saber que conquiste, podrá deducir todos los que le están enlazados en todos los niveles y dimensiones de lo real.

La Profecía de Caperucita Roja

por iaIr menachem

Caperucita Roja representa a nuestra generación del pueblo de Israel: una niña inocente y bella, que ignora gran parte de cuanto hay que saber, y que incluso se cubre la cabeza, aunque su kipáh es ahora "roja": no negra o blanca, como solía ser antes toda kipáh. La mamá de Caperucita es la generación que nos precedió, que con enorme sacrificio y desde una completa precariedad, logró establecerse (en comunidades organizadas, e incluso fundar un país) y asentarse en su "casita del bosque": una vivienda pequeña, en medio del bosque, que representa a la oscuridad, al peligro, al enemigo que acecha.

La generación de la mamá de Caperucita tuvo por una de sus características clave un gran descenso en el conocimiento y el cuidado de la Toráh en el pueblo de Israel. Había miseria, necesidad de integración en sociedades nuevas, traumas de la guerra, y una enorme confusión intelectual. Mas la generación de Caperucita, que ya nació con otra estabilidad, otra dignidad, otras herramientas, comenzó el proceso de retorno. Y su mamá, entonces, le dio las instrucciones: sucede que la abuelita (la sabiduría ancestral) reside más allá de todo el "bosque", accesible sólo tras haber traspuesto todos los peligros (todas las "klipót" o cáscaras de la "tumAh" o inmundicia, generadas por la desviación de Israel respecto de la Toráh), y especialmente el peligro del lobo (el enemigo más feroz de todos y más cercano). La abuelita se encuentra muy debilitada (porque la Kedusháh obtiene fuerza para incidir en el mundo, sólo a partir de nuestro contacto, nuestra supeditación, nuestra atención a ella; y hace tiempo que la abuelita vivía sola y abandonada), de modo que no es esperable obtener de ella palabra ni indicación alguna, y menos que menos gratificación, si no se llega hasta ella con alguna ofrenda: con "una torta y un tarro de mantequilla", que podrían aludir a la ofrenda de minjáh; o con una canasta de frutas, a semejanza de los "bikurím" o primicias que traemos los iehudím al Beit-HaMikdásh en Shavuót, precisamente cuando revivimos la recepción de la Toráh.

Caperucita toma sobre sí el desafío: hay que allegarse nuevamente a la sabiduría de la abuelita. En el camino, se entretiene con la belleza de las flores silvestres (porque no tiene plena conciencia de cuán urgente es llegar hasta la abuelita) y se encuentra con el lobo feroz, muy sonriente él. El enemigo más temible aparenta espíritu positivo y nada en él recuerda a la voracidad cruel de sus colmillos. Pero sólo está tendiendo una emboscada a Caperucita, y no sabe que al final -dictaminado está ya desde el principio- su emboscada se volverá contra él, y unirá a Caperucita con su abuelita, y con todo los secretos que su abuelita ha atesorado para ella, ya por siempre. El lobo la interroga acerca de sus intenciones, y Caperucita, inocente y confiada, le revela: voy a producir la GueUláh, voy en busca de la redención definitiva (en la que ya no ha lugar a lobos, sino que el bosque se convierte en un lugar de luz y bendición, manantial de abundancia y felicidad). ¿Por qué el lobo feroz no la devora allí mismo? Porque hay leñadores, hombres superiores en coraje y en vigor, próximos dentro del bosque, y no es posible escapar a su brazo de justicia: si devora a Caperucita en donde ellos vigilan, será muerto a sus manos.

Se dice el lobo a sí mismo: voy a devorar a la abuelita (ésto es: voy a hacer que Israel no logre jamás retornar a la luz de la Toráh), y entonces, lograré apoderarme de Caperucita también, en la casa misma de la abuelita. La exquisitez del último detalle le fascina, y la disfruta de antemano farullando en el camino. Presto, valiéndose de artilugios y engaños, invade la casa de la abuelita (ingresa con buenos modos para apoderarse violentamente de los lugares sagrados más intensamente significativos de Israel), y efectivamente devora a la abuelita; ésto es: hace desaparecer toda evidencia de Luz que subyazca a la oscuridad; de aquí en más, sólo la fe en la información que nos llegó por vía de mamá (por la vía afectiva, por lo que mamamos ya de sus vivencias o de sus recuerdos) podrá sostenernos en la certeza de que, en casa de la abuelita, la abuelita tiene que estar, y está allí aguardando por nosotros.

Llega Caperucita a casa de su abuelita, y el lobo, con la abuela entera en la panza, la espera en la cama, metido en un disfraz de "abuelita" que ha de sentarle completamente ridículo. Caperucita sabe muy poco de su abuelita, y es inocente. El lobo disfrazado la invita a acostarse con él: Israel en el lecho mismo de lo inmundo, en la cama del mal, y sin advertirlo aunque debiera (claro está, sin advertirlo mayoritariamente, pero hay quienes sí lo notan e intentan evitarlo por todos sus medios). Entonces, aunque la apariencia del lobo es un engaño más que evidente, ella lo cree en principio. Una vez en la cama, con la observación, sus sospechas crecen, pero aún así, muy civilizadamente, se limita a preguntar. Hasta que el lobo termina exasperándose por la civilidad ingenua de la niña, y de un manotón terrible que dejaría atónito a todo quien lo viera, la atrapa y la deglute, entera y completa. Hasta ahí llega, según dicen, la versión de Perrault (1697), basada en una antigua fábula popular, y cuyo "peshát" apunta a enseñar a las jovencitas a no hablar con extraños, y abstenerse de toda promiscuidad. Como exquisitez singular al margen, sucede que el nombre "Perrault" en su pronunciación francesa se escribe en hebreo péi-reish-vav, letras que también componen la palabra "púr": sorteo, destino dirigido por el azar.

Mas como no hay azar en el destino, acudieron en 1812 los Hermanos Grimm (en hebreo, guimel-reish-iod-mem, cuyo valor numérico 253 equivale a "nagár": carpintero, el punto más alto en el proceso que comienza con el leñador talando un árbol: símbolo del poder creador, de la inteligencia y del dominio del hombre sobre la naturaleza que el Creador ha puesto a su servicio) a establecer que Caperucita, y antes aún la abuelita, fueron devoradas enteras, al punto que parecen haberse perdido del mundo, mas en realidad, están a salvo y sin daño, mientras el lobo cree que ya las ha comenzado a digerir, y festeja salvajemente, como festejan los lobos, y aúlla sin parar (también proponen otra versión posible en que, ante el peligro terminal que corre Caperucita, la abuelita -la Toráh- despliega de pronto todo su poder oculto y acaba con el lobo).

Tanto aúlla el lobo, que despierta la atención de un leñador: un ser superior, que tiene poder sobre los árboles y sobre los animales; que es solidario y siente misericordia. El leñador "justo andaba por ahí", por los alrededores de una casa en la que sin duda no habría árbol alguno que talar. El leñador había asumido (o le había sido conferida) la misión de merodear alrededor de la casa de la abuelita, con la advertencia de que pronto llegaría su momento de actuar. Los aullidos del lobo conformaron la señal. El leñador se hizo presente en la casa, sintió las voces de Caperucita y de la abuelita, inseparablemente juntas, que suplicaban ayuda sabiendo que no tenían posibilidad alguna de valerse por sí mismas, y supo qué debía hacer: de un tajo preciso, profundo y certero (que sólo el más hábil y sereno de todos los leñadores podía haber asestado con un hacha, aunque su apariencia fuera ruda), a una vez acabó con el lobo y liberó a Caperucita abrazada a su abuelita; y hasta aquí se atrevieron los Hermanos Grimm.

Mas a mí me han contado que aferrada a su abuelita salió Caperucita libre por fin de toda amenaza y de todo peligro, apenas comprendiendo que ese abrazo le había valido ya la enseñanza más luminosa de toda la historia, y soprendiéndose de la intensidad de la Luz, y de la sonrisa del leñador que parecía un Rey, y de cómo de pronto había rejuvenecido la abuelita y toda ella despedía una aureola de salud y felicidad, y el leñador la miraba con arrobo. Y entonces Caperucita se asomó a la puerta de la casita de su abuelita, que daba al bosque, y pudo observar ya cómo el leñador, con gran pericia y regocijo, auxiliado por otros muchos que se veían como se veía antes él, reordenaba los árboles y extirpaba los yuyos nocivos, y reacomodaba el bosque por completo de modo tal que, en lo sucesivo, fuera lugar de bendición próspera y felicidad, y su sendero central permitiera la comunicación permanente entre la casa de mamá y la de abuelita, al punto que fuera posible verse y aún hablarse entre la una y la otra, que mágicamente acababan de aproximarse hasta el punto en que el bosque adquiría apariencia y carácter de jardín. Y claro está, el leñador se casó por fin con Caperucita, quiera Hashém que muy pronto nos estemos diciendo Mazal Tov.


y de pronto, me di cuenta

por iaIr menachem, 5765

Estar solo y tener miedo por fin, tener genuino miedo, ya no de la soledad ni de la compañía, ya no de las bestias salvajes ni de los estafadores ni de ladrón alguno que medre con tu ley, ni de los rinocerontes que te aguarden allende el baldío de la esquina. Estar solo y tener miedo porque sabes por fin que hay que temer, y rezumas ese olor arisco de flores marchitas que escapan de la lumbre de tu seno, que alumbra con pavor desde donde sólo tú te puedes ver y no hay doctor, y no hay guía y no hay libro y no hay lenguaje y no hay jamás ni más que el abismo invertido, que ese cono que se extiende hacia la cima de la vida hecha de un sueño espiral que atreviste sin quererlo ni saberlo ni saber cómo evitarlo ni saber siquiera pensar en evitarlo, ese abismo que te tiene por fondo intrascendible y desde donde eres puedes ver lo que nadie, lo que nunca, lo que no, la matriz misma de lo que ignoras, y te haces temple rosa y azul de color añil, bocado dulce de sabor amargo: se te fragmenta la sustancia en trozos de sentido, en capas adjetivas encebollando la inmanencia de la nada enamorante, de una sustancia verbal que se disfraza de visible al retener el tiempo en las retinas la imagen fugaz de los polvos del camino confundibles fácilmente con un yo.

Confesión a dos Voces

Viajar a tu través: Cómo ubicarse en este tiempo
Confesión a dos voces

iaIr menachem, Tamuz 5763

Hola papi: yo también tengo frío. Yo también te quiero mucho. A la casa del sol hay que ponerle un polo para que ande porque el amuleto de la tía no sirve más. Estamos en la colina, del otro lado del paisaje de la foto.

Eramos tan jóvenes que ni siquiera sabíamos que nuestra juventd no nos disculpaba. Creíamos en la fascinación, que estaba mucho más allá de la culpa. Apenas tomábamos forma y al tomar forma, nos adueñábamos de nuestros nombres. Estábamos solos; éramos titiriteros de nuestros experimentos y no había lluvia capaz de empañarnos el rostro. Nos tejíamos en jugo, en vibración, en senderos lúbricos que amortiguaban el tiempo que se nos escapaba en espuma por la boca, por las sienes, de tanto qué decir. Reir con tanta frecuencia era también rendirnos al llanto fácil.

Naciste una tarde de tormenta, y yo sólo sabía que serías mejor que yo, y eso bastaba para ser pleno. Siempre estaban listas las maletas: en sueños se veía un destino y el camino variaba de continuo, disponiendo paredes donde yacían bellos valles, soltando diques, anegando los desiertos y desplumando nubes de polvo donde sabíamos un panorama despejado. Habíamos de aprender juntos a dibujar los nuevos planos todo el tiempo, que es decir que no debíamos aprender en realidad ningún plano, sino el arte de dibujarlos.

Los caminos se entretejían en las palabras que aprendía, en las que tú me enseñabas a resignificar cada día que no pasaba: el día se hacía en nosotros, al ritmo en que se nos antojara sentirlo, ya como la sangre espesa que circula trabajosamente por las arterias cansadas, ya con la gracilidad del girasol que convierte en instante de alegría cada gota de gracia que le da el regalo de la vida. No podía ser lo mismo cualquier vereda anónima que las que gastaban mis pies para ir a por tí; las cuadras se pintaban de colores vivos que venían en una luz tan lenta que recién se hace patente por completo hoy, hoy que deben haber oscurecido de vuelta, agrisado, porque ya no salimos de sus extremos para encontrarnos en el medio, porque el saltito y el abrazo cotidiano han dejado lugar a este anhelo vertiginoso que ocupa en mis noches el espacio que antes nada amenazaba quitar al sueño.

- Mira por un instante por el hueco del reloj y dime: ¿te fue bien?
- Nos queda ese reloj, papi. No creas que te llevará a ninguna parte, no; sólo te mostrará la salida. Porque tú eres el viaje, y nos toca viajar a tu través.

Y el vértigo se da siempre de a dos: un vértigo aparece primero, y otro le responde para calmar el pavor del primero. La soledad es vertiginosa, y vertiginoso al límite de lo soportable es extrañarte cuanto te añoro. A ello responde el vértigo de la velocidad, como si ésta pudiera vencer a la distancia. A ello responde el vértigo de la psicodelia, cual si las fantasías de la mente pudieran redimir la añoranza y el anhelo que incendian el corazón.

El vértigo nace de la tensión, nace de estar parado a ambos extremos de una recta, en vez de en un único punto. Me dirás: no se puede estar parado en dos lados a la vez. Te diré: eso es el vértigo. Aquí y allá, solo y contigo, en un idioma y en otro, en la religión del tránsito permanente cuanto más rápido mejor aunque no te llevará a ninguna parte, porque los extremos de la recta no son sino símbolos de la errabundez fundamental, de la falta de asidero, de la imposibilidad de ser en más de un tiempo y un lugar.... de la imposibilidad de reunir los tiempos y lugares necesarios en una armonía fatal.

La religión del tránsito permanente es el reverso de toda religión. El camino de abajo de un mundo plano para llegar por fin a sus bordes y trepar a la zona luminosa de la vida. Pero no se puede sin redimir la distancia; no, sin hacer de la alegría y la melancolía una única placidez de fuerza contenida que se proyecta y da forma a un mundo nuevo.

La religión del tránsito permanente es una escalera infinita, una cuerda floja circular, una playa a cuyo fin se ven orillas que no hay, una boca que habla y casi dice y siempre casi dice, una paradoja parab(v)olar del bastón chino u de aquiles y la tortuga, una rayuela cortazariana, un abismo sin fondo desde cuyas profundidades se ve cada vez más claro el cielo. Una trampa sin más salida que la dislocación del destino, el quiebre de la lógica causal para abrazarte y bendecir al Creador.

Entonces nos toca, más que ser otros, distintos, ser otra cosa. Despojarme del sujeto que viaja y ser tu viaje. Desistir de religarme por llegar a ser la ligazón. Descansar los brazos un instante dejando que los cabos de cuerda crean que se liberan, y levantarme haciendo más fuerza que nunca y riendo a carcajadas por saber que soy el nudo, y que entonces, con esa trampa no podrán.

- ¿Estás diciendo que porque amamos, es necesario que creamos y creemos?
- Recuerda: sonaba una música y en ella nos parecía que los árboles se decían. Por momentos, la música nos hacía acordar aquel gospel polifónico que llevábamos en el auto, y se alternaban en ella el cedro digno y el ébano exquisito, el amable limón y la acacia calla, el pino, el eucaliptus, aún el junco y la hiedra, y la memoria de todos los troncos de la tierra disertando al unísono sus silencios eternos que se rompían.
- Sí, me acuerdo: era cuando cerrábamos los ojos y jugábamos a aprender el lenguaje de las cotorras y los benteveos, de los pájaros carpinteros y las gallinetas.
- Era cuando sabíamos de qué hablaban, amor, porque hablábamos de lo mismo.

El tiempo no dice nada. El reloj por cuyo agujero aprendo que soy el viaje porque tú me lo has dicho, en cambio, señala el transcurso, no cesa de mudar sus dígitos avanzando del cero al nueve y de derecha a izquierda: no habla y dice todo. Que el combustible se acaba y la botella se termina y las cuerdas se rompen y la memoria se cansa y el humo evanesce y la voz se agota y la mirada se pierde y la velada culmina y el anhelo se escribe y el día que pasa y la semilla germina y el sueño te vence. Y al cabo, mientras duermes soñando letras que saben ajenas porque responden a tus preguntas, amanece un nuevo día.

Y cuando amanece, ayer ya no se puede pensar como antes, como se pensaba ayer. Ayer, ahora forma parte de hoy, es el cimiento de hoy. Y hoy no debe ser como ayer. Ay el vértigo otra vez, la urgencia, la velocidad, saber que hoy no tiene que ser ayer porque de lo contrario el tiempo habrá pasado en vano, y que pase en vano nos hará mal.

Estamos en la colina, del otro lado del paisaje de la foto. Dala vuelta, papi, o no te quejes. Yo sé que quema, pero el mundo entero cambiará si das vuelta la foto. Si vas a otro lado, a donde eres. A donde se juntan los putos extremos de la cuerda, como dices cuando pierdes la paciencia con la filosofía que nos retiene donde no debemos estar. Deja de pensar, papi, y pregunta a la liebre que murió bajo el silenciador del auto aquella noche, cómo resolver el problema del tiempo. Pregunta a las memorias del viento. Estamos en la colina, papi, del otro lado del paisaje de esa foto que guardas en el segundo cajón del escritorio y te atormenta cada día. Viaja por los intersticios de tus letras, papá, hasta donde nos puedes encontrar.

El problema no es qué paisaje hay del otro lado de la foto, sino qué paisaje habrá allí cuando me atreva a darla vuelta, a darme vuelta. Ya no soy tan joven como cuando no nos preveníamos ni aún de lo indefectible, que es la circunstancia bajo la que más inocentemente uno se previene. Mas no parece haber más redención del vértigo que tras haber dado vuelta la foto, enfrentado el vacío vertiginoso por el instante eterno en que se te dilatan las pupilas y no puedes leer nada más que la luz que te invade y te decide, y por fin, adviertes que tus ojos ven, aún en el probablemente mundo de siempre, un mundo nuevo.

Y que te toca viajar a mi través, implica mi capacidad de decir innúmeros no que quieren decir sí; implica que debo teñir mi realidad de los colores que acaso le son propios, pero que sólo por tí me es dado advertirlo. Se termina el vértigo si reina la fórmula correcta del rigor. Resta una innúmera pena, redimible si se aviene al más acá. Que el amor no sabe de fronteras es un enunciado que deberé elaborar de nuevo tal vez, pues las fronteras que contempla no pueden ser sino nuevas puertas, a un mundo que no hemos aprendido aún, del que habré de contarte si no sucede -como debiera- que tú te me adelantas.

Hola papi: yo también te quiero mucho. ¿Hace frío quien estás? Aquí la colina se hace más fácil cada día de trepar. No, no he mirado el horizonte últimamente, porque hay que ir hasta arriba del todo para verlo. Pero desde aquí se ve igual tan lejos, tan lejos, que creo que debes estar donde te veo.


Las excusas de mis cantos

iaIr menachem, Iar, 5764

Hay un paisaje imprescindible que tropezar te enseña a ver. Un ángulo de todas las cosas, desde el cual se ven todas distinto -todas igual-. Vas caminando distraído por las calles tortuosas de mi ciudad y ves desde arriba las baldosas; y de pronto tropiezas vagamente, apenas como para suspenderte una fracción de segundo en ese punto del paso en que el primer pie ya se apoyó casi en el piso y el otro va ascendiendo con intención de posarse delante de aquél; y entonces miras hacia abajo, y es acaso tu sorpresa, la precariedad del equilibrio, la constatación de tu falta de precaución; quizá son todos juntos estos factores que mudan el tinte de tu realidad, y hacen operar la maravilla: ves un ángulo de las baldosas que nunca sin este tropiezo; ingresas de pronto a un universo nuevo, oculto por el hábito de la verticalidad, y todo sabe distinto. Olvida ahora el ejemplo. Pon por caso que la vida entera es el piso que se tiende a tus pies, y la caminas en un lenguaje, una razón, una sintonía que, por fuerza de su recurrencia en cada uno de tus días, te sabe inseparable de tí. A esa alfombra, tú la llamas marrón. También yo la llamo marrón, porque así lo hemos convenido. Mas debes saberlo: yo la veo distinto, siempre distinto. Convenimos el nombre de su color, mas nunca podré transmitirte el color-en-sí con que este tapete se presenta a mis ojos. En la relación con la alfombra advertirás la diferencia: para mí, cada centímetro de ella y cada instante me es precioso; tú, en cambio, la caminas con displiscencia, casi nunca con atención, siempre pendiente de otras cosas, de novedades en las pantallas que a la altura de los ojos nos rodean (de las que yo sólo sé porque te veo). Y en un instante cualquiera -en estas palabras te bendigo-, se te suspende el paso, quedas como colgado del aire; ves todo desde otro lado y te acercas a ver lo que yo veo. Sé que te alarmas: ¡¿cómo has podido caminar sobre esta alfombra con los zapatos embarrados?! ¿Cómo has dejado que un sólo paso sobre tanta belleza finamente dibujada se te pasara inadvertido? Ufff.... ¿quién pudiera volver a ver el dibujo completo?, y te das cuenta que llegas en la mitad de la película, no sabes qué pasión anima a sus oscuros personajes, no entiendes por qué pelean, por qué corren, por qué ríen. ¿Que cómo lo sé? Es que siempre es así: nadie ha visto nunca el dibujo completo; no basta para ello nuestra pobre visión, y menos aún el tiempo ese en que quedas suspendido en el aire y la vida se ve eterna. Pero ese instante te da una nueva clave, una nueva pista para ver las formas de todo mucho más bellas. Ese instante tiene la fuerza que necesitas para mudar por fin la realidad, con que sólo te atrevas a pedirlo. Imagina, por fin, que cada baldosa cobra sentido: cada una, en su trazado peculiar, tiene algo que decirte, un secreto que develar para tu amor, un misterio descosido que podría llenarte los bolsillos, una paradoja que echará a volar la risa esa que aguantas en el pecho cansado. De pronto, el dibujo fractal de la vida de perfil cancela para tí todos los planos conocidos, y una colección de imposibles invade todas tus certezas desde las caras que para tí dibuja la sonrisa del cemento, de la lana, del anís, de la profundidad de la piedra reseca que mana agua inexplicable y fresca rasando la sed vieja de tu boca. Ahora ya sabes mi secreto. Si no sucede que tropiezas, hazte el favor de un salto cortito, espontáneo, como al descuido; no te prepares: apenas, así, a mitad del camino cotidiano, en cualquier parte, rompe el equilibrio de tu paso, hazle trampa a la simetría, y pon algo más de fuerza en uno de tus pies como para que haga de resorte; mejor aún si el salto te sale un poco torcido. Durante el pedacito de instante que dure el accidente, mira para todos lados y verás lo que te digo. Y allí estamos: somos pocos y nunca nos hemos visto. Sólo se llega tropezando, y más dulce aún en la esperanza del salto. Mira: es marrón. No; tiene el color de una diadema. Pero es azul bramante y oro cielo. Déjalo ya: son todos los colores sin convenir ya nada, porque nacen de tí y los llevas dentro.


dieciocho

iaIr menachem, Siván 5763

De pie, mecerme suavemente, girando el torso a derecha e izquierda, con los ojos cerrados. Las palabras suenan de color en la conciencia, que las dirige a los labios en silencio.

¿Te acuerdas? Dios era temor y certeza cuando éramos niños. No hacía falta nombrarlo. Ni verlo. Ni decir que bellas eran las cosas bellas, ni perdonar la fealdad donde la belleza no se hacía evidente. Eramos niños, y aprendíamos el mundo como éste se nos daba.

Conozco el ambiente. Las paredes vestidas de libros e inscripciones que invocan el quehacer sagrado, la comunión tácita de voluntades aclamando la verdadera fuerza, levitando las conciencias hacia un horizonte vertical de luces ciertas. Hay un oficiante en el centro, que dirige la plegaria. Es azul, índigo escapadizo, a veces púrpura. Somos muchos, somos nadie, somos uno. Pregúntale a cualquiera. Pregúntale al silencio y a la música que tejen las fibras del aire, que nos succiona hacia el no-lugar, indiferente a techos y paredes. Por un decilitro de tiempo somos conciencia mediante entre el Alef y el agujero negro, entre la nada y el todo. Cada pensamiento señala a otro lado, y la colección de esos lados es como aquellos entretenimientos de cuando niños: une los puntos a los que se dirigen todas las miradas, y obtendrás una figura, inverosímil de tan clara. Y esa figura está en otro lado, y tú también estás en otro lado.

Al inicio del trabajo, se abre un vacío entre los pies, que es llenado inmediatamente por letras de luz. No deja de estar vacío, mientras es luz. Es que la luz es el lenguaje en que se dice el vacío inconcebible. Y el milagro de la ingravidez se sostiene mientras se sostenga en tí el milagro de la luz. Hay un punto fijo, muy claro, del que todo pende. Una voluntad única, a la que suplico abrir mis labios, poder hablar, poder decir. Prometo decirme.

A mi promesa se abre, entonces, el otro extremo del camino. Hay un vacío con forma de corona que tiende hilos de luz desde sobre mi cabeza hasta las letras de luz entre los pies. No siento que los rayos me toquen, y no obstante, me convierto en reflejo de su color. Estoy ubicado, por fin.

Recuerdo cuando todo era posible. Cuando cualquier no del mundo era visto como un capricho, y caprichosamente respondido. Cuando el ¿por qué?, ¿Por Qué?, ¡¡¡!!!. Cuando no había razón que valiera contra la voluntad inmediata. Cuando sabía que lo que imaginaba era real. Cuando aún no me habían confundido.

Hay un segmento de recta, en el entretejido infinito, que me contiene porque pido hablar, y el verbo me ha sido concedido. Mi silencio es tan bullicioso como el de todos en derredor; musitamos todos el mismo código, y cada uno dice, desde sí, algo distinto. La fórmula cambia de valor al desplazarse la circunstancia un año, un metro, una cana, una lágrima, un deseo, una entrega, un adiós. Ninguno de los discursos, iguales todos y distintos, tiene sentido sin esa maravillosa visión en perspectiva que nadie sabe, y que todos intuimos. Una turgencia pegotea las palabras que apenas salen de nuestros labios, y las ectoplasma en la fragancia que nos une.

Haz el esfuerzo y recuerda: el pájaro loco corriendo raudo toda una llanura que de pronto se quiebra en un abismo infecundo, y él no lo nota y sigue corriendo mirando hacia delante. Y a mitad de camino, cruzando a paso cierto y ágil el abismo, se le ocurre mirar abajo; no mira abajo porque flaquee, sino que flaquea recién tras mirar abajo. Advierte el abismo, y entonces cae. ¿Cae en..., cae por el abismo que estaba allí, o cae por adquirir conciencia del abismo? El abismo en que se cae, ¿dónde está?

Estoy solo (no hay, no hoy). Todos estamos solos aquí, y todos somos uno de algún modo. Estoy (siendo) en la certeza de que eres, y entonces no hay abismo. Desde mis ojos cerrados veo las líneas del dibujo que conformamos, reflejando el otro dibujo, el que intuimos en lo alto, que con sonrisa cómplice nos abstendremos de comentar. El hechizo no se toca. Estoy solo y atrevo mis primeras palabras: asumo mi condición de hombre, en la inexplicable totalidad del Todo. Sé que el Todo es provisorio, siempre, eternamente provisorio: sólo su unidad es permanente. Plantado frente al Uno, reconozco la voluntad tras la naturaleza ciega, la causalidad, la fuerza motora de cada respiración, cada movimiento, cada anhelo. La fuerza me remite a la piedad en expansión, al rigor que constriñe; a la belleza por fin. A la grandeza, a la fuerza; a la infalibilidad terrible de su combinación. Hablo al Gran Paradigma, al sujeto de la única acción posible. Excedo maravillado, hacia acá, la tercera persona; resbalo hasta la segunda. Nada hay más allá de ella que no sea el tiempo que me sustancia y me conforma. Fuerza. Tú, las cualidades impresas en mi instinto, en el movimiento de mis manos, en la acción de mi palabra, en la acción, en la palabra y la acción y la cosa en movimiento, tú, tú y el puro gusto de la luz y patino leve sobre las fauces de lo que antes era acaso un abismo y se ha pintado en mi conciencia de suelo caminable. Al extremo de la segunda persona hay una muralla enorme, infranqueable, a cuyo través sólo puedo saber que he pasado cuando me advierto del otro lado, donde todo es Yo porque yo no soy sino Yo que éramos todos antes de reunir en compacto Yo a los hombres y las cascadas y los montes y la nieve y el alto y la humedad y las arenas y la pasión y el ancho mar y las figuras del ensueño.

El Nombre todo lo da desde su ser Piedad. El Nombre todo lo toma, desde su ser Rigor. El Nombre se viste de los nombres de todos mis ancestros, de los nombres de mis órganos, de los nombres de mis lenguas, de los nombres de mis tiempos. Cada línea une pasado, futuro, sintiempo, allá, aquí, ninguna parte, en todas sus combinaciones binarias. Cada palabra se dibuja hacia la cima en que se reúnen y se devuelven todas las palabras sin cesar. El arte del verbo está en la conservación del trazado, del dibujo de los canales. No se obturarán mientras fluyan las palabras a su través. Si se obturaran por un instante tan sólo, el dibujo todo se oscurecería, y tras la luz abriría sus embozadas fauces el abismo.

Haz memoria: ¿te acuerdas de mañana, cuando serás rey, ingeniero, científico famoso, filósofo errante, inmortal, pérfido silente con cara de granito, cucaracha, Popeye el marino, Viernes, la manzana sobre las cabezas del hijo de Guillermo Tell, un libro que nadie abre, el mejor amanecer, Venus, la redención de los hombres de traje gris, una barba, un puñal, El Profeta, el capitán Nemo, la codicia, y todo ello estará bien? Haz memoria, por favor: ¿te acuerdas del lenguaje de mañana?

Yo abrimos en silencio los canales del saber; nos colgamos del Gran Dibujo; pido juntos entender. La luz de la mente se corre en el filo de una línea que le une a las letras de los pies. Yo somos la palabra de esa luz dicha cosa que pueden por fin mover las manos, porque la cosa es sustancia entre mis pies. Se dibuja en nuestras faces el milagro de recibir pidiendo dar, el milagro que habilita la belleza, que abre los espléndidos portales de la emoción genuina, unitiva, implacable. La belleza que abre a las piernas la visión de la victoria reverberante, que no podrán negarse a caminar; que las convierte en columnas que sostienen el edificio templar capaz de dibujar en su simiento la cimiente de una idea original. El dibujo se traza sobre sí mismo una y otra vez dragando los canales de la luz, hasta hacer lugar para soltar sin riesgo los diques que retienen al torrente del deseo, que se volcará desde el Yo recóndito de todos hacia arriba para ahogar y exterminar y asfixiar y anegar al feo y poderoso mal y convertirlo en la espada que burila el corazón de cada uno de Yo para descamar la piedra y liberar la belleza íntima que late, la belleza que ríe, la belleza virgen y tímida que llora.

Entonces, por fin, podrá el deseo fluir en paz, y abrirá cañones en la tierra que era antes de acero impenetrable, y el oro de la tierra reverberará las palabras de la luz que andarán a paso calmo recomponiendo, repasando el trazo del uno y corrigiendo los defectos de la letra, en calma ya la del silencio húmedo y fértil en que ha dejado a las tierras del verbo la batalla culminante.

¿Te acuerdas cuando eras un viejito sabio? ¿Cuando sabías todo lo que querían decirte que ignorabas, y sólo ignorabas cómo decirlo de modo tal que ellos lo comprendieran? ¿Te acuerdas cuando lo que de verdad querías había que pedírselo a nadie? ¿Te acuerdas cuando te asegurabas que estabas solo, y entonces las palabras que decías te convertían en lo que deseabas sin testigos, y sin necesidad de más artificio que tus ganas de decir?

Sólo queda agradecer la bendición de plenitud. La plenitud de la plenitud se llama Shalóm. La bendición sabe a un sombrero cónico que nos envuelve, enteros, a Mí, que somos Todo que por vez primera, cada vez primera, accede a sus contornos de otro modo imposibles. Resta el último viaje sobre la Tierra, que se apoya en el Tiempo, ahora que puedo caer sin red sin dejar de ser quien Soy, sin dejar de ser la red, sin dejar de ser el suelo que me recibe diciendo que no caigo. El secreto que quería decirme, acaso sin saberlo, el pájaro loco. Sólo queda, porque sólo ahora tendrá sentido hablar un instante desde mí, que te sé tú, a cada tú, hablando a El, que sabe Yo, ahora que hemos dicho juntos el parto que nos habilita a manejar el tiempo.