viernes, 24 de abril de 2009

LA VIDA A DISTANCIA DEBE DOLOR MENOS

Tránsito Mental Extremo

iaIr menachem
Ultima versión: 5/2/2000

proemio

(es como que soy pero no estoy):

IMPUNEMENTE MATAMOS Y DECLARAMOS ÍRRITAS Y NULAS

TODAS NUESTRAS PALABRAS ANTES DE ÉSTA

Era muy necesario callar por una mirada hacia dentro, malograrse el vértigo ante la sensación de abismo cavernoso de gangosidades en roca viva cubriendo mi superficie interior. Era como un desafío de los pies agarrados al piso fatuo como las iras cotidianas, como la ofuscación de mi vista ante la vida que se pone turbia desde los derredores todos y enfría hacia dentro, sin siquiera pasión, sin ganas, sin una reminiscencia de calor con la fuerza suficiente para retener los latidos de algún corazón en la cercanía uncido al mismo canal de profesión de amor, de labios aferrados entre sí en lazo refulgente y poderoso, de canción que suena detrás entre las sombras y el andamiaje todo de sonrisas que se montan y desmontan de continuo, como la vida misma entonando colores lastimeros y lanzándolos a la brisa de allá arriba, a flor de tierra en el piso, mientras sigues viendo esos ojos enrojecidos en el espejo ahuecado por una lágrima del vacío remanente, de la lucha intestina que contuviste mientras te fue posible, del fracaso frustrado, de la bruma violácea y la traición.

Era como obligatorio callar cuando te carcome un hipo pero al revés, un miedeseo de tragarte y desaparecer de pronto en las gargantas de la tierra y redimirte de la tentación de seguir intentándolo en cadencia más lenta y cansina vada vez, en una siesta de la vitalidad que pesa sobre tus vigilias, una sensación de no ser locatario en ninguna parte, de levantarte agotado por la guardia en posición y esperar a que anochezca mientras los relojes y calendarios de los otros siguen a ciegas contabilizando tu transcurso y te da rabia.

¿A dónde y por qué? ¿A qué le ha tocado jugar a tu conciencia, que no te suelta la pena, que los moretones que te dejan esas horribles ventosas de la vida no se curan, que las doradeces resultan irreales, que la voracidad de tu naturaleza impulsiva parece que no ceja en la traición de los cascotes intrusos en todo tu organismo? Esta es calle de la perdición ilusionada, en donde lo más bárbaro de bárbaros y civilizados por igual se hace tobogán de lágrimas que arrastran en su corriente los restos mutilados de esas penas que es imposible resolver. Huelga de párpados caídos, de manos quietas, de mente clausurada, de heridas abiertas bajo la cobija atroz, de lágrima solitaria en medio del bullicio, de noche trémula e ineficaz.

La cuestión es a dónde te diriges, si te diriges a alguna parte; la cuestión es a dónde se dirige todo ésto. Qué fábulas idiotas cometer, qué mapa usar justo ahora que no hay tiempo ni de mirar suficientemente y reconocer nuestra ignorancia del propio destino.

Es como que soy pero no estoy. La cuestión pasa por la ruina de la rutina, al paso de la reina de la retina y tu corazón camino a que el espejo no te desee más, sin siquiera aquella tenue luz en que reposaban tus sueños del acoso de las realidades hiperestimulantes a que los sometes de continuo -por algunos de los yugos que guían tu rumbo de modo poco amable, menos amable cada vez-.

Es también como una ganosa hilera de imágenes analíticas, de gráficas que disfrazan con cifras su perversión, de ilustres desconocimientos mostrando sin pudor y por doquier sus concavidades huecas en el rostro, en el cuerpo, en la memoria de veleidades que no consigna la historia (la Historia), como cuando has pasado horas en medio de la densa bruma intuyendo, adivinando edificios, autos, comercios, calles, ruido y se despeja de pronto y tus ojos divisan un horizonte a lo lejos, allende el extenso páramo en que tu imaginación perdió una estupenda ocasión para callarse la boca.

También es a veces –pocas veces- como una estrella majestuosa, como alguien muy grande que lejos de aquí –de tu aquí- vivió varioscientos años atrás, como una cosa bella y exótica que la tele capturó donde nunca estaremos, como el rostro de la heroína de una novela de aventuras que leímos de niños, y de la que estarás enamorado (de cuya imposibilidad radical estarás enamorado) para siempre; como el rostro que intuyes a la heroína; como en las noches heladas frente al fuego del hogar la lluvia fuera, como del orgasmo el dolor, la inasibilidad, la arena previsible, el apeiron.

Venimos de una memoria múltiple, no menos contradictoria que convenida por todos, aunque en versiones que no difieren sino en algún punto fundamental; nos sitúa cada presente en alguna de las cabinas disponibles de las que ofrecen una sucesión de espejismos en degradé, y vamos cada día a un lado distinto aún si es el mismo, aún si el mero ir o discurir a través de las formas tridimensionales del tiempo más no sea que otro espejismo cimental para nosotros.

Uno de los requerimientos fundamentales de la vida en duda filosófica permanente y honesta, de la apuesta constante al redescubrimiento del yo, de la mente, de la vida y de su sentido, es la deflacción de los signos o de lo que éstos representan de común: no es viable andar mutando permanentemente los signos que vestimos ni los del lenguaje que proferimos; y tampoco se puede comunicar su traslación semántica previo a cada intento de comunicación.

Es como una ira sorpresiva mientras haces el amor, como una gota de agua inexplicable cayendo en la lumbre de tu cigarrillo; como las flores que pisas como sacrificio inmolatorio luego de largo cavilar para vaciar la papelera de reciclaje de tu mente, y aún se resisten y viven; es aún como la vida en cada instante en que te lleva a situaciones inverosímiles que no te habrías planteado jamás. Es como una colección de realidades multisensoriales en tu interior, que tornan a tu experiencia y tu vida intensísimas en desatención flagrante y feliz a toda extensión.

Asesinamos a cada instante al que ya no seremos y al que hemos olvidado, a una vez; solipsistas prácticos, recurrimos a la convexidad de nuestra propia silueta para liberarnos de todo valor que pueda pretender o defender una cara cualquiera del exterior elucidado a nuestra propia semejanza. Todos matamos de modo reflejo a la colección de deseos que dejamos irrecuperablemente en el camino, a las frustraciones que nos persiguen aún por memoriosas generaciones, a la codicia que requería una fuerza que ya no tenemos junto a una estupidez que hemos logrado superar; asesinamos al que fuimos detrás de afeites e innumerables convenciones, al que éramos hace diez minutos antes de bañarnos, y aún al que deseamos ser pero sabemos que nuestra conciencia no sabrá convivir con él en paz. Impunemente matamos y declaramos írritas y nulas todas nuestras palabras antes de ésta, antes de cada tentación tautológica que no voceamos por las dudas, por si la lógica enhiesta aparece reclamando nuestra firma imposible, por si alguna versión de la historia exige nuestra adhesión a lo que sea, por si por un instante siquiera se ve amenazado nuestro derecho fundamental a cambiar de idea y renovar nuestro discurso cada vez.

Se trata de coleccionar metáforas cuya felicidad resida en la evocación de una cara poco visitada de la realidad y preferible al gris de la que vives, de esquivar metódicamente el aburrimiento que te torna senil aún de niño, de dar a cada formulación que ideas un espacio imaginario en que desarrollarse y familiarizarse con lo demás. Es reiterativo aún como final; pero resulta ineludible establecer que sólo se trata de ser. De nada menos que ser plenamente, allende las ataduras mezquinas que cualquier normalidad, doctrina, tradición, traducción, escuela, logia, constitución, sistema, grupo, partido, movimiento, foro, círculo, consenso, pretenda erigir por tí. Menos de negarlos que de ubicarlos donde eficazmente pueden desempeñar algún rol se trata. Y de ser.


LA IMAGEN ES DE UN TIPO CUYO ROSTRO

SE DIBUJA JOVEN EN LA OSCURIDAD

La imagen es de un tipo cuyo rostro se dibuja joven en la oscuridad; va conduciendo un auto pequeño por las calles oscuras, encandiladas por los destellos fugaces del mercurio, del neón, de las luces de otros autos y de las lumbres de infinitos cigarrillos, a través del centro invernal de la ciudad.

Las calles secundarias aparecen ya desiertas; y en ellas se juntan la cruda noche y el invierno oscuro para estimular su reflexión, solitaria como la de todos en medio del eco infinito de las muchedumbres, agónica por momentos como la expresión de su rostro algunas mañanas, al escalar las empinadas laderas de la vida y detenerse en busca de ritmo, de resuello, cada un número azaroso de suspiros que sesudas teorías y moldes, desde una realidad distinta, quisieran saber explicar.

Las ruedas giran, la vida yace, el hombre se arrebuja en el anonimato oscuro de las calles sin cuartel; el pensamiento fluye, hiriente, gira como las ruedas giran sobre el asfalto de la experiencia dura. El pensamiento tiembla mientras el volante pequeño gira un cuarto y ya la calle es otra, como la vida.

Las calles le son conocidas, pero también de ellas es de esperar alguna novedad. No puede resumirse el río en el torrente que le conocemos. La traslación deviene trampa, como la del tiempo que pasa, encerrado en almanaques merced a la tierra que se va escurriendo bajo nuestros pies. El margen del acelerador es de unos pocos centímetros, que pueden determinar la distancia entre el viaje previsible a destino y la catástrofe preñada de irrealidad.

El auto visita hoyos, no menos odiosos y añorados que las puertas, inmutables y cerradas desde siempre, que son visitadas por su memoria de tanto abandono, de tanto desdén, irrealidad, barbas grises y barrigas y barbarie, que la metáfora imprescindible de sus sueños ha ubicado en las lagunas más perversas de la recurrente noche de su vida.

Las avenidas llaman con su ruido aún menguante y su luz. Oprimido su punto erógeno fundamental, se pierde el auto a velocidad incierta en la voracidad negra de la noche, cruza esquinas de peligro legal sustituyendo la realidad, se protege con el ala del sombrero que se aplasta contra el techo, y juega con la idea de un destino cierto, siquiera tres cuadras mas allá y dos después a la izquierda. Lamenta no llevar corbata; mientras la memoria futura de la avenida se acerca por delante, nota a otro como él en dirección opuesta apenas unos metros adelante, y otro más detrás, y varios más, idénticos todos e idénticos a ese instante de él, por todos lados, mezclados con la realidad evanescente por ausencia de movimiento salvo a lo lejos, allá, para todos lados desde cada uno de los tipos como él, más cerca y más encima cada vez por todas partes, de cada lado y desde arriba la civilización que le amenaza con su vértigo de cosas extrañas, de meta-realidades carentes de todo atractivo, todo en la avenida, la avenida.

Frena el auto en la negrura aún, como no puede frenar él; un reflejo, un rictus se le asoma bajo el ala del sombrero, un rictus que distingue claramente en él mismo que se le enfrenta desde el otro lado del parabrisas. Un rictus de civilización que le permite el desahogo de ser, pero en otra cosa; proyectar el sentido de lo que no puede vivir por sí mismo en alguno de los lenguajes que tan obsesivamente desconoce, por conocer los que empuña cuando murmura consigo mismo. La vida a distancia debe doler menos. El auto sube medio tono por el largo trecho en primera rumbo a la esquina de la indolencia. Es todo una cuestión de teatralidad, de capas de realidad superpuestas en un continuo cuyas interrupciones son la propia raíz de su perpetuación; es todo una cuestión de no tomarse muy en serio, y prevenir la objetivación con proyecciones megalíticas del deseo, de la frustración; de neutralizar el adiós y pulverizar la misericordia con todo el orgullo prestado que se pueda fabricar.

La velocidad contenida, la represión del movimiento, hacen que el viento no se sienta, que el aire no se mueva; le permiten dar reposo al vidrio de la ventanilla como si invitase a la atmósfera exterior a relacionarse con su mundito de tránsito personal. Pero su otro él ahora casi encima suyo, con un rictus más amplio apenas esta vez, le vocifera la farsa. Para exorcizar el pánico baja el vidrio por completo, irrumpe en el afuera con el brazo, pone segunda, y tercera, acelera y toma la avenida al mismo ritmo que los demás. Pero la oscuridad piadosa, que no quedó detrás, sufre y se siente herida por la solución idéntica adoptada por todos los otros conductores, por el semáforo impertinente y por el claustro que representa cada senda de la que no se debe desviar para no quedar en evidencia. Es notoria la tentación de cada esquina que insinúa un retorno al refugio de la más quieta melancolía, donde están prohibidos los espejos distorsionantes.

Cuesta persistir en lo inevitable, como le cuesta al inmortal buscar experiencias nuevas. Y es que ésta es la avenida que le lleva a casa. El aburrimiento, la percepción del vacío de sentido, son un problema esencial en su vida. Uno se distrae y termina chocando. La sofisticación de lo virtual le ha borroneado la memoria de los límites entre su instinto y vocación natural y las variantes últimas de su búsqueda, desesperante siempre, tediosa, de un resquicio de belleza tolerable por la normalidad. Y los pocos edificios en que aparece algo llamativo están del otro lado de la calle; muy difícil distinguirlos en un tránsito tupido a 40 kilómetros por hora.

Su otro él enciende un cigarrillo, pone el señalero con esa resuelta satisfacción de siempre, instruye al auto que comienza a orientar su dirección hacia la derecha, sube un poco la ventanilla; se restrega las manos, como siempre hace en la desolación del tramo intraducible, en esos momentos inexplicables de la vida cuando todos quieren saber por qué vas a doblar y parece que el hombre queda tieso, que las luces le han atolondrado en exceso o que quizá ya no las ve, que ha huido nuevamente a su dolorosa añoranza de una paz que más ha leído y escrito que vivido, y que intuye que los otros, los que también escriben, lo han hecho como él, que eso no hay, que no existe la posibilidad de un margen de operación que no esté teñido de fucsias y turquesas y fantasías reventadas, en medio de lo que parece, como estas cuadras de asfalto restante por delante, destino inexorable dispuesto como un mosaico infinito sobre el plano que a él, fantasía de su propio sueño, pareciera que le ha tocado recorrer.

Figura una amatista, una vela amarilla, un kimono púrpura y plata, una pregunta interesante y ociosa frente a él, una esquina oscura finalmente y mullida en la que aparca el vehículo de proyección de sus encierros y resuelve no llorar. Una sonrisa de su otro él se superpone punto por punto a su propia boca. Un túnel dibujado por cadenas brumosas de otros viviendo lo que él; se asusta por la impostación de su voz pronunciando la palabra "perdición" y ríe, ahora ríe y su otro él se contempla perplejo; ríe y enciende otro autoperdón mientras revisa que la realidad no le haya invocado a través del celular mientras intentaba ser real.

En la noche brumosa necesita un foco de mercurio iluminando su cara: la cara de su otro él es alumbrada entonces, por una luz que no cumple los requisitos que requiere el carácter de realidad. A veces, conducir un auto es un acto obsceno, una puerta a cuyo través te sacan a patadas del libreto, a cambio de lo cual se te devuelve el derecho a vacilar. Da vueltas a la manzana, vuelve a recorrer las mismas calles, las mismas cuadras que son otras cuadras ahora que su ánimo es otro. Una y otra vez pasa por sus viejos anhelos, por los olvidos llorados, por las ausencias tenaces y las pertenencias en vano; se seduce y se permite, rediseñando la muestra arbitraria de ciudad que las llantas del auto rozan: la puerta marrón del 2190 es un atardecer abandonado, la casa llena de ventanas sin cortinas se viste a la noche de discoteca triste y solo, ese árbol lozano insultando el páramo es un invierno de amor; la ventana sólida y en ruinas en la buhardilla de la esquina, las promesas que la vida se ha de ver forzada a cumplir; definitivamente, el semáforo es un despertador haciendo sonar lo indeseable dentro de sí, de algún sí que puede ser el del otro él que se acongoja justo ahora que él sonríe y sus ojos, que miran y no ven rehuyendo lo visible y atendiendo a todos lados. Pero la luz amarilla del semáforo a su costado es, quizá, lo más excitante del paseo; es túrgida, es sensual, le hace segregar adrenalina y todo su cuerpo se pone en estado de alerta; la palanca de cambios vehemente suscita ronroneos en un aire prohijado por la vida que vive porque quiere, ese instante nomás que se evade hacia la nada por la cañería de escape. Es una emergencia, una tonta emergencia.

El hombre, el auto, pone rumbo a la rambla, a donde la calle termina en el muro que obsta, que no deja que la vida se licúe toda en la furia contenida del temerario mar. Donde la inteligencia reconoce un horizonte tinto y arropado de luna, que goza de la absoluta inmunidad de lo ilusorio. Donde el auto bordea el desafío de las aguas y su falta de conciencia le redime de la sed; donde cielo y tierra responden por fin al sentido común y se juntan y son uno, frente al espejo moroso de la piel del agua que ríe en un gorjeo delicioso, si bien no privado de malicia.

El viento viene siempre desde afuera. Desde la ventanilla de la derecha cuando más nos ha atraído el agua que los edificios de enfrente. De nuestros propios bordes nacen liberalidades, congojas nuevas, remolinos de viento que cargan con nuestra polvareda para agredir el lazo entre reflejado y reflejo, enturbiando como siempre el espejo en el que todo se ve, en el que casi nadie se ve. Gorjeos y sollozos son herramientas de que se sirve el viento al armar la coreografía única de libertad a que se puede acceder en la ciudad. Sobre la rambla, las luces de cada familia, de cada historia personal tras persianas de utilería, siembran de partículas lumínicas el aire opacando el brillo de lejanía con que estrellas, soles y planetas riegan a los humanos.


JUICIO ORAL E INTIMO AL GUIONISTA

No hay nada que lo altere a uno más que las tormentas de aleatoriedad. La brecha inmensa entre la causalidad teórica y lineal que aprendemos en la escuela y la televisión -en la escuela hecha a medida de la televisión, macropensada inmemorialmente para neutralizar a la vieja escuela-, y la percepción ulterior -sí señor juez, me declaro culpable, nadie me autorizó nunca a pensar por propia cuenta- de que en esta civilización babélica a una causa reconocida corresponde en principio cualquier efecto. Una causalidad probabilística es herramienta harto pobre para enfrentar la dislocación entre leyes humanas antojadizas y la lógica atemporal del universo -perceptible o no a la percepción metafórica, hipertextual; intraducible por completo quizá a los soberbios ojos de la ciencia-. La religiosidad -cualquier religiosidad puntual- queda sin más opciones que blancos y negros igualmente opacos por toda elección. Porque a nuestros ojos al menos, la causalidad probabilística ("mira, si haces tal cosa, lo más probable es que resulte tal otra, pero es también posible que suceda en realidad a, b, c o d u otro efecto cualquiera, y en nada puedes incidir para tal resultado, más allá de insistir mientras te den las fuerzas"), la causalidad probabilística es un engendro hijo del azar, que es lo único que nuestro marote humano es incapaz definitivamente de ponderar.

¿Es usted un asesino? ¿O ha conocido siquiera a alguno, a ciencia cierta? ¿Es cierto ese instante de expectación, de oportunidad final de salvación por sorpresa, que el típico asesino de película yanqui otorga a su víctima, cuando apunta y le dice "ahora sí te voy a matar, basura inmunda que creíste que escaparías, y antes te voy a cortar los" y justo entonces le cae encima un andamio con siete toneladas de goma hirviente.... o no, en cuyo caso lo mata igual o le permite escapar? ¿Qué busca el asesino típico: matar al otro, o propiciar y presenciar el instante extremo de la agonía, de la transmutación; la experiencia mística del desapego precedida de la intensidad inigualable del horror?

El deseo de orden, de conservación, de seguridad, se soporta a sí mismo en tanto contenido; por lo que suele vaciarse de todo otro. Al perseguir el orden en armonía con el otro "orden" -el necesariamente colectivo-, uno prescinde de toda otra consideración: basta pues con que lo que ya está se suceda a sí mismo en la mayor medida posible; basta con que nos saque de encima la posibilidad de no tener más remedio que repensar el instante, la estrategia, la vida misma, y nos deje tranquilos. Tal el arma de lo más oscuro de nuestras almas para ir haciéndonos desaparecer y confundir en masa informe, a medida que cualquier experiencia nueva es asimilada a otras anteriores y aceptadas ya, para evitar siquiera subjetivamente el riesgo de la sorpresa.

No es fácil eludir tales consideraciones cuando uno se descubre, de repente, envuelto en un dejà-vu seductor por su simpleza, desesperante por la ausencia de respuestas vacantes, no probadas aún en cada ocasión en que creímos elegir lo mejor. ¿Es cierto ese instante de expectación, de oportunidad final de salvación por sorpresa, que el típico asesino de película yanqui otorga a su víctima, cuando apunta y le dice "ahora sí te voy a matar·, y el otro u la otra con ojos desorbitados mira en derredor y hacia dentro por una fracción de segundo hasta que sobreviene la salvación por vía de una bala que acaba con esta etapa de su vida, o con la de quien fue demasiado soberbio para consumar a tiempo la acción?

"Money for Nothing" no es un tema de Dire Straits sino la vida de tantos estériles exitosos, burócratas de la manutención de un alegre derrotismo común que admite encima éxitos efímeros e inconsistentes a nivel individual. La burla final es que tampoco el dinero existe realmente, que luchaste por nada, que te enorgulleciste de nada, que sufriste incluso -oh hombre sensible- por la misma nada, y que cometiste el peor de los pecados al prescindir de la ciencia de tu magia. ¿Por llegar a construir belleza en paz te sumergiste en el fango, y el fango -te das cuenta de repente- te atrapó completo, ensució tu mente y tu espíritu, te llenó de ansiedades necias mientras devoraba lo más sagrado de tus energías, y te privaba de la belleza? ¿Y encima te crees merecedor de solidaridad y compasión?

¿Es cierto ese instante de expectación, de oportunidad final de salvación por sorpresa, que el típico asesino de película comparte con su víctima, cuando se conocen por vez primera en descarnada profundidad, en esa transparencia fatal del instante en que son uno como en el amor, en que son siameses seguros de no poder compartir ya más el mundo al menos de a dos? A veces, la tragedia es también una forma de ternura, aún si el asesinato no tenga modo de ser arte y tantos cretinos jueguen a McQuincey remedando irrealidades por doquier.

El problema es quizá el del idioma de que nos valemos para evitar toda comunicación real. La dislocación patente de significados respecto de los significantes es un arma mortal que hiere y desangra, con tal de que hayas cedido a la tentación de percibirla, de que te la hayas topado en el azaroso derrotero de tus pensamientos (el mismo que tu educación apuntó a cerrar y sellar para salvarte); pero de la conciencia no se retorna sino por la propia muerte, por el desarraigo de la identidad, por lo que la norma se esfuerza (la norma fuerza a la ciencia, que fuerza a su vez los resultados) por llamar enfermedad y locura, o por moldear al propio uso de la extravagancia tan de buena gana fagocitada cuando maleable, cuando forma narcotizada que ha cedido sus contenidos a la miseria del olvido, cuando no queda paz.

La idea -la idea oportuna, la urgente, la viable- es la de otra forma, siquiera ilusoria, en que nos sea dado aún sobrevivir con nuestra filosofía a cuestas. Desarrapados herederos de otros que también pensaron antes y no por ello fueron, en general, menos desdichados, la cuestión es hallar por cuenta propia la "Nef des fous" a gusto propio, antes que nuestros poco delicados coetáneos nos arrojen en realidad a la jaula de los leones. Siempre será mejor la navegación con un poco de hambre, que saciar una vez más el hambre de otras fieras, menos fieras que las que nos atraparon.

El problema real seguirá estribando en lograr entender y traducir de qué se trata allí afuera. ¿Le ha sucedido alguna vez, señor juez, eso de ver en sucesión vertiginosa, digamos, la sinrazón de unos gobiernos que mandan asesinar a sus poblaciones entre sí, y del otro lado poderosos que esclavizan a seres que viven paupérrimamente y lo reconocen en la prensa dedicada a los tipos con fortuna, y después toparse con otros tan desposeídos como usted mismo, pero que lo agreden porque justo la herramienta que usted usa para salvarse individual y colectivamente no les termina de agradar, y en seguida salir a la calle y ver las manadas de energúmenos coreando barbaridades que nada significan pero que valen igual para motivar las guerras y guerritas pequeñitas de abajo, de las que escapas con algo de habilidad y sólamente mucha suerte?

¿Es cierto ese instante de expectación, de oportunidad final de salvación por sorpresa, que tu propia historia cuando te sientes vencido comparte contigo por un instante, mirándote como el verdugo infame que ha acabado ya con tí o con el tí que creíste por mucho tiempo ser; ese momento en que lo que eres por haberlo vivido y tú mismo, el que puedes ser o podrías haber sido, se conocen por vez primera en descarnada profundidad? ¿Es cierto que existe alguna herramienta ignota, una fórmula mágica, una estética arrolladora, un idioma cortante, una nueva traslación del puzzle de los significados, que puede abrir una nueva puerta por la que entres (pero sin el cachetazo angelical que todo te hace olvidar cuando recién emerges de la matriz) y seas el rumbo que soñaste transitar siquiera, para que algún otro tú mismo recoja la lección y trazando bucles nuevos con el tiempo te regale una nueva oportunidad de ser? La tormenta pasa quizá, si no la eres. Quizá la cuestión sea elegir el espejo adecuado, o las lentes adecuadas para reconocer en la puerta que te toque el orificio que lleva a algún Aleph, algún país de las maravillas, algún punto en que la ensoñación y la vigilia se reúnan en una sóla, quieta y autárquica lucidez irrefutable.

¿A quién ayudará usted, señor juez, ante la humillación mendicante de aquél cuyo rostro habla necesidad? ¿Al normalizado, bieneducado, bienintencionado, democráticamente gris caído no obstante en desgracia, que necesita con qué adquirir la pomada necesaria para vestir el yugo otra vez? ¿O a quien, harto ya a priori con sabiduría o a posteriori cubriendo ya no más sus llagas a flor de piel, ha optado por cualquier libertad contemplativa, por no participar y por vía del peor de los pecados ha salido solo de la cancha, y clama no más que por algo de anestesia, por un pequeño viaje de vino, de humo, de ritmo cardíaco prestado por un rato, de ensoñación diversa de la suya, o de la suya misma? A usted este último le asquea, a mí me enternece y le abrazo. Y hasta sé llorar de él la pena, y abrirle una entrada a las mías. Y el primero, erigido en potencial espejo, me aterra, me obliga a huir, a hacerlo desaparecer en la masa inmunda y gris y gelatinosa que, ay, me ha estropeado la ropa completamente.

No, señor juez, no me malentienda; al fin y al cabo, me pretendo fiscal de este juicio, y no el acusado. Pero a veces temo que nunca mi lenguaje y el suyo conciliarán una semántica compartible. Nuestras palabras idénticas, proyectan ideas diferentes.

Quizá usted no ha oído hablar, desde los 80, de la cybercultura, de la idea de que la montaña de información sí vaya directamente a la oficina de Mahoma porque él no puede estar en cada piedra de la montaña, o porque ya no vale la pena. Viajar por medio de traducir hasta el más exótico de los destinos a un código binario universal, que luego una máquina es capaz de reformular para la mente de quien piense como sea -ésto es, una máquina creada por hombres, capaz de reformular lo que los propios hombres no se atreven-. Y seguramente, entre los 50 y los 70, el flower power fue para usted lo que la prensa tradicional le dijo, y ni oyó hablar de la idea de que el conocimiento llegue a un hombre porque éste se erija en antena, porque haya enseñado a su mente a percibir lo que de por sí no se percibe, porque haya desoído la mofa y haya expresado en música o en calor o en color, en innúmera actitud, el placer de lo que llamó vivir. Pero si al menos no supo en el medio ser religioso de veras, inquirir existencialmente requiriendo un mapa del laberinto, hallar o adoptar siquiera alguno para hurgarlo en sus mínimos detalles y recorrerlo aún con su organismo entero, con el alma -si no buscó conscientemente redención o dignidad-, estoy perdiendo el tiempo con usted; o usted conmigo; o estamos viviendo un tiempo diverso de paralelas para cuya reunión al infinito tampoco da el tiempo -que es el único problema que resta-; desde que nada más que mi propio sentido común, el mapa genéticamente adoptado y que he retraducido infinidad de veces, y la convicción esquiva de una cordura que llevo siempre oculta por las dudas; decía, nada más que eso me da la razón. Y sé que es poco, y definitivamente poco evidente; cuestión que para ustedes, los juristas de abajo, los prepotentes mayores cuando ignorantes, y con frecuencia los perversócratas cuando excepcionalmente sabedores que no sabios, es fundamental.

Sólo quisiera llevarle a comprender cabalmente, en esta primera alocución, por qué indefectiblemente, y sean cuáles sean, mis evidencias no lo serán para usted. Cuando me asomo a las orillas de una costa oceánica amplia y solitaria, con la salobre violencia de las aguas pugnando por inundar en cada ola un conjunto más de los poros secos que median entre la arena allende la ola anterior que muere, el estremecimiento por la conciencia de una manifestación perenne de la lucha superior, del combate moral entre naturaleza -aún humana- y fútil artificio, me llena de numinosidad, de reverencia infinita, y ritualmente -¡ritualmente!- me postro con los dedos de las manos dejando que el agua les enfríe y bordee, y rezo de un modo u otro a la energía motora del todo -no me haga trampas, sólo esa expresión no justifica que haya comprendido el resto- y me levanto luego con una forma renovada de paz, armonizado ya mi espíritu con algo de cómo el cosmos entero se mueve, de cómo me muevo yo.

A mí, su último auto igual a otros muchos miles que máquinas indolentes producen cada día, no me llama la atención más allá del hecho estético en sí, de la percepción de su juego de dignidad enfrentado al mío de redención. No así mi vieja máquina de escribir mecánica, que retengo cerca con cariño y en la que aún observo, en la ensoñación del tacto a ciegas, alguno que otro de mis poemas adolescentes. Y ni hablar de su comida: no es el problema que no me guste; sino ser incapaz de concebir que a alguien -a tantos- le seduzca con tal intensidad un nuevo estilo de deglución de sustancias de un único gusto y una única textura, fabricadas en serie como prefiguración atroz de las cápsulas de Orwell. Y necesito recalcar que mi problema es "ser incapaz de concebir" en la teoría lo que en la práctica no admite la menor refutación. ¿Cómo se puede vivir con paz en el piso 20 de un edificio, cuando se es conciente de una contradicción no resuelta en los cálculos de estructura de los niveles más cercanos a la tierra? La pregunta es la de siempre, y la alteridad no admite humanamente una única razón.

Ya ni le hablo de qué sueño, ni de cómo me sienta, me sentaba, la corbata, ni de la indignidad con que sufrí antaño lo que a otros parece enorgullecer, ensoberbecer, situar en la cúspide de la dignidad vacía de cualquier sensato estupor.

No, señor juez, no me malentienda; al fin y al cabo, sólo pretendo este juicio para concretar la ilusión de ser fiscal, en su acepción por una vez. Pero a veces temo que nunca mi lenguaje y el suyo conciliarán una semántica compartible. Nuestras palabras idénticas, proyectan ideas diferentes.

Es en vano argumentar si no se dispone de una batería de metáforas eficaces. Y éstas eran no más de cinco hasta Borges, y la calidad de la historia no parece ameritar la generación de alguna más. Toda tesis adolecerá de desarraigo, y es fácil identificar el distanciamiento con demencia y amoralidad, codificar extranjeramente, coser mitos y miedos y chantajes y monstruificar la otredad.

Me conformaría en esta primera instancia, le decía antes, con sentar por evidencia que indefectiblemente, y sean cuáles sean, mis evidencias no lo serán para usted. Y me anima la necesidad de contar con usted, siquiera por vía de esta burda trampa, para llegar a elucubrar algún por qué. Tengo algunas historias para intentar seducir su percepción de la verdad.


HAY QUE CREAR UN PROTOCOLO

PARA COMUNICARSE CON TODO ESTO

Basta con el rito del grito a ciegas, del susto precisamente ante la ausencia de sorpresa, de la desesperación y la risa histérica y el falso cinismo cuando nota que no sucede nada, que los símbolos que interpreta y el lenguaje todo de su realidad no existen sino por su propia necesidad de estímulo, de aliciente vital, a la hora de encarar la realidad cada día más tarde, cuando es más tarde cada día.

En un instante impreciso y fugaz la calle vuelve a ser calle, la palanca vuelve a ejercer el poder únicamente sobre las velocidades del motor, la luz recobra la lobreguez de las realidades que no traspasan la epidermis, la realidad y el gris se amalgaman y el encanto del ensueño se diluye; quien no lo ve, bien pudiera creer que todo está normal.

Pero es justamente la normalidad el centro de su angustia en este instante. Cuando muchos otros se tranquilizan ante la previsibilidad ambiente, él se muestra perplejo y desconfiado por lo mismo. No se arregla este tema dentro de uno, si no es con la mente en blanco siquiera por un instante. No, sin renunciar a la reflexión. Lo advierte con un nuevo sarcasmo en la mirada, con una inocencia tremenda en el rictus que lo defiende a empujones, a penas, de la incógnita realidad.

El auto es blanco. No hay como las aseveraciones sencillas en presente para tranquilizarse. Por eso fuma, especialmente cuando le vienen esos vahidos de irrealidad, cuando necesita decir "pellízcame a ver si estoy despierto" pero es demasiado cursi y está pasado de moda; el humo del instante, la lumbre que no almacena estímulo alguno, que cesaste de chupar y se apagó, son una respuesta adecuada a su propia búsqueda de trascendencia, un ancla en el espacio y el tiempo para la búsqueda que no puede eludir, no la coyuntural sino la que involucra a todo él, incluso a todos los otros él, y a sus palabras y sus formulaciones, y su vértigo, y su alucinación, y este momento frente al volante de un automóvil, y una mancha de merengue un domingo por la tarde en la punta de la nariz, y un enojo, y un beso de su mujer unos años atrás, y fechas de acontecimientos que tenían vigencia cuando a él le importaban las fechas, y cuanto más esté a mano para colaborar a la creación de un orden mínimo en su vida.

Frena en una esquina conocida, precisamente aquélla en la que tuvo el primer sobresalto al volante de un auto mucho tiempo atrás, cuando ni siquiera era el que es. Ha vuelto muchas veces desde entonces. Siendo otros. Con muchos autos. Y ha tenido muchas sensaciones distintas en ese mismo lugar, que sólo por mérito del choque se tornó recordable, adquirió identidad propia y diversa de la que comparten para él un número inmenso e incierto de esquinas de muchas ciudades en varios continentes distintos.

Los ciclos se vuelven inteligibles con los años, devienen accesibles a las interrogantes de quien piensa a menudo. Muchas veces retornó a la misma esquina; primero experimentó una suerte de pánico, luego rechazo, más tarde fastidio. Ahora es la más extraña especie de añoranza, como si el recuerdo del hecho infeliz le indujera nostalgia de su inocencia, del susto genuino, de la angustia primitiva y natural.

Los ciclos estrechan los márgenes de esperanza cada vez más, con cada aniversario de cada acontecimiento que obliga a la retención forzosa del recuerdo, con cada éxito que se comienza a repetir y con cada frustración. Todo, cada todo, se va tornando previsible. Y esta esquina indolente, que era roja y dolorosa y ahora la ve como a tientas (sonríe con pesar al imaginar que dentro de unos años, al pasar por allí, sentirá únicamente un enorme fastidio), recurre a su nostalgia prohijada por la eterna melancolía desde muchas otras esquinas. Recuerda de pronto, como en una cinta, las distintas esquinas que le han recordado ésta; es temprano todavía, está sereno: es un buen momento para ahondar en la asociación de las memorias en su vida.

Enciende; aspira fuerte. Las aislaciones dejan de algún modo de ser tales. El volante puede ser ahora también el timón de algo mucho más sutil que el automóvil; las luces, los recuerdos, la memoria casi inmediata del canto irrepetible del mar; todo adquiere una adheribilidad extraña, se torna asociable, tolerante de las metáforas que su cerebro inclemente reparte en todos los rincones del mapa que ha adoptado, no menos por inmediatez que por forma alguna de convicción, para guiar su camino insensato entre las paredes del laberinto.

Conduce sereno, casi sigilosamente, por las calles de la ciudad dormida. Alguna gota se deja caer desde las nubes. Un viento sórdido mueve apenas las copas de los árboles desnudos, un perro se detiene en un árbol a mitad de la cuadra. Es más, pareciera que ante cada árbol hubiese un perro levantando la pata. Se siente aturdido; lo mismo le sucede cada vez que su cabeza empieza a girar vertiginosamente en las espirales del recuerdo, cuando todas las cicatrices retornan a la carne viva y las luces se encienden en cada rincón que hemos intentado apagar para siempre en la buhardilla de nuestras dudas, en el sótano de los malentendidos imprescindibles, en el hogar en que ardieron pasiones inmensas para no dejar tras de sí la más pequeña lumbre. Gira y gira y con el auto parado acelera y acelera en el vacío, y viaja hacia dentro y hacia lejos por esas espirales luminosas, aterradoras, que hilan tantos acontecimientos iguales. No hay caso, algo escapa otra vez a su entendimiento, aún no está preparado quizá para mirarse con la suficiente distancia, para comprender su propia vida sin apelar a los espejos distorsionantes.

Es como si algo se abriera en el firmamento, un par de nubes que ceden paso noblemente a la luz refleja de la luna, un haz de ideas que bañan su comprensión de colores nuevos con aroma penetrante: el asfalto mojado ahora y el tomillo y la albahaca en la cocina de su abuela veinte años atrás, los olores de la farmacia y los de las redes de los pescadores y los de las redes y los de todas las mujeres que se visten de una única mujer, los de él mismo antes de la fiesta y al final de la resaca, los de los otros él que viven su misma vida pero una octava más abajo, mucho verde de tan verde casi blanco, amarillo rabioso tratando de dominar, algún azul fagocitado por el caleidoscopio de mil veinticuatro dimensiones, por el perverso juego de espejos que resulta fórmula eficaz para calcular siquiera los vectores principales de la propia vida.

Siente como si estuviese sudando copiosamente, sus sienes se ensanchan como las caderas de una parturienta y la confusión es grande, no sabe si grita en la realidad o en el seguimiento que realiza su conciencia interpretando y reescribiendo la propia historia de continuo, revisando cada instante y traduciéndolo a un código correcto en la mesa de entrada del banco de experiencias vividas. Un auto pasa a su costado, va rápido; tiene miedo y siente la frente a punto de explotar, hay algo como una amenaza de descontrol en su organismo, el cuello parece no querer sostener a la cabeza erguida, los dedos se rebelan al sistema nervioso en ésta u otra forma de la realidad y chasquean y se cruzan y descruzan compulsivamente, la noche está morada en derredor y el estómago duele, y mientras dobla y estaciona, agradece la oportunidad de vivir algo inexorablemente real. Un kiosco de bebidas está abierto allá en la estación de ómnibus. Arranca otra vez. Ahora maneja con más soltura: está yendo a alguna parte. A lo largo de varias vueltas a la manzana con semáforos duda si hacer trampa y bajar del auto, o resistir la tentación; y luego se pregunta si el esquema no será realmente al revés, para dudar más tarde acerca de si este último cuestionamiento no será la trampa en realidad. Estaciona, baja del auto, camina unos pasos, vuelve para trancar la puerta y agarrar el celular, camina los pocos metros que le separan de esa entrada débilmente iluminada.

La estación a esta hora parece una señora al borde del orgasmo. Las luces encendidas todas pero contenidas, en una especie de penumbra que amenaza estallar en haces enceguecedores en cualquier instante, los mismos jadeos de siempre en los altavoces, la tensión con que números y letras y orientaciones topográficas varían de continuo en los paneles de información, el vértigo de seguridad con que se agarran de la epidermis de hierro y plástico dando la impresión de ir a quedarse para siempre cada vez, hasta que vuelven a cambiar y a sostenerse otra vez y otra más y en la temprana mañana su ritmo se acelera, y los altoparlantes hablan cada vez más de prisa, y las puertas chirrían permanentemente y los autobuses entran y salen en un desorden calculado por doquier, y las muchedumbres irrumpen furiosamente y se mueven por todos los rincones durante trece, catorce horas hasta que la tranquilidad retorne por un rato y después esta morbosa contención global otra vez.

Paralizado por la lluvia de imágenes que no cesa, mira en derredor para terminar con todo ésto de una vez. Pocas personas dormitan sobre las sillas fijas del hall central. Seguramente no tienen auto. Algunos no tienen asidero, y su factura con el banco de beneficios mundanos es mínima. Pero ahí está, elocuente como nada, la evidencia muda de su viabilidad. Ahí están ellos para declarar, aún sin proponérselo, que su vida es posible y hasta tiene sentido. Una señora bajita que trapea el piso por el que él camina, parece declarar lo mismo con los ojos, pero su mirada es acusadora, señala quizá que la patente de viabilidad de él no está a la vista, que no hay nada que pueda probar a los otros que la vida de él también tiene sentido.

Como con lágrimas en los ojos, empuja débilmente a su mente lejos de allí, y camina rápido mientras enciende un cigarrillo, hacia el kiosco de bebidas. La vitrina iluminada exponiendo impúdicamente sus vanidades le dispara nuevamente a la irrealidad. Pipas, monederos, cigarrillos, cortaplumas, llaveros, ceniceros, postales, lapiceras, golosinas, revistas, whisky, gin y tequila en petacas, son la enumeración correcta y parcial del caos de las variedades que enfrenta simulando seguridad. Tequila dorado y cigarrillos, y luego un encendedor púrpura que le produce ansiedad, y un minuto después una tableta de chocolate y una bolsita de grageas, siguen viaje con él en una bolsita gris con letras negras y doradas que atestigua también, ahora que es suya, que lo demás existe, que lo otro, o al menos algo de lo otro, está allí y no es únicamente fruto de su imaginación enfermiza. Hay que crear un protocolo para comunicarse con todo eso.

Camina a paso rápido, con las manos en los bolsillos y el ala del sombrero casi tapándole los ojos, recorriendo la terminal. En el extremo norte queda un boliche abierto; pero ya sería demasiado. Toma unos folletos de horarios y tarifas como si pensase en viajar, y se para por un instante con la mirada fija en los andenes, oteando otro horizonte más de lo posible; pero viéndose su otro él en estado de aún mayor inconsistencia del otro lado de la frontera de lo irónicamente improbable, vuelve sobre sus pasos y entra al auto otra vez. Es temprano para beber.


Señor juez: No sé si se habrá sentido alguna vez prisionero de sus palabras; ésto no suele suceder sino a quien alguna vez creyó.

Uno nace creyendo y sabiendo, y después te comunicas. De pronto descubres que haber leído incansablemente, no con esfuerzo sino por gusto; que haber degustado los licores de la duda, con menos deleite al principio que temor, pero luego con ganas; que haberte comprometido con lo que sea luego de análisis graves de café con los otros pensantes conjurados de tu entorno, y haber sacado conclusiones; un día descubres que todo eso debiera tener sitio y valor que no precio en el mundo en el que vives. Y urge, porque lo descubres con un bebé en brazos, con una estructura a cuestas, con un milagro pendiente, con los deberes domiciliarios sin hacer, con toda una vida que te mira aún irónicamente desde adelante mientras gateas por el camino con rumbo más incierto cada vez. Quizá es eso lo que lo hace envejecer a uno: la certidumbre que se afirma de un final que ves dibujado hasta en sus más ínfimos detalles y sus colores escasos mientras el plazo permanece incógnito, y la incertidumbre cada vez mayor de un piso bajo tus pies, de la inmediatez, de la lectura correcta, de qué hacer de tu vida hoy a condición de haber evitado la debacle para mañana de mañana.

La vida se te hace agua en la boca al soñar cada noche con lo que esperas merecer, y la lengua pegada al paladar es el efecto insano de tus sueños impíos al cabo de la jornada. Cuando la sonrisa florece aún con vida propia, el retozo voraz de la esperanza puede sobrellevar el disfuncionamiento de las causas. Aún eres fuerte mientras inexorablemente te consumes, mientras tu piel se torna áspera y las penumbras del estío te emocionan con más tristeza cada vez. Y entiendes más con menos ganas; tu mente adúltera se deja seducir por cualquier idea de desecho; los entusiasmos frágiles crepusculan como el sueño fútil de las madrugadas inquietas, y tus respuestas se llenan de cifras coyunturales, olvidables como no debieran serlo las preguntas mismas de cada día.

Usted sabe de lo que hablo, magistrado. El guión nos hace trampa de modo magistral. Está escrito de modo que lo entendamos en un lenguaje, pero se ejecuta en otro. Donde leímos "martillo" dice en realidad "rompecabezas", y más de un himen pierde la juventud que otorga valor a la virginidad. La tormenta cambia de significado con la adultez ensoberbecida de quien ha mantenido por largo tiempo la esperanza, de quien la ha sostenido negándose la visión del vacío bajo los pies, de quien enamora con barbas ajenas, con emulaciones virtuales de buena fe, de quien entumece las humedades mullidas del olvido y se queda a solas con el espejo y el dolor; con el espejo que es espejo del dolor.

Los frutos de lo que elegiste cuando no sabías qué elegir crecen y te persiguen en un nombre, una imagen, una idea, un entramado social que hostiga tus fantasías y sofoca cada nueva iniciativa, disuelta en gesto cansino junto al refrigerador. Es el retroceso, la retirada a gachas y paulatina hasta del horror en tanto emoción intensa y disfrutable. Entraste a la ruleta, compraste todo lo que tenías en fichas. Disfrutaste por horas al máximo de la adrenalina prestada por la circunstancia feroz. Game over.

Hace tantos años escribías seguro que solamente -¡solamente!- había que llegar a sintetizar unas pocas fórmulas, unas leyes básicas que determinan un sistema de causalidad más o menos lineal, para ser capaz de entender, prever y hasta gobernar la biología del cosmos y la tuya propia, el espíritu que alienta las aventuras humanas, la fuerza que transmuta fantasía en realidad; la única trampa, la única garantía final de falible humanidad, radicaba en que tales reglas escapaban a las capacidades incluso fisiológicas de la naturaleza humana, que jamás un cerebro partido en dos sería capaz de semejante síntesis. Hasta que comenzaste a percibir -comenzaste a vivir- la dislocación sistemática -¡sistemática!- de la causalidad en tu vida, en tu percepción de la vida, en la realidad que integras y con la que interactúas cada día; hasta que la,

la patafísica decía, la ciencia de las reglas que rigen a las excepciones a las reglas, se tornó para tí la más verosímil de las aventuras del conocimiento humano; hasta que el tiempo como medida de la realidad comenzó a responder, a tu entendimiento más instintivo e intuitivo cada vez, más a una imponderabilidad global que a ninguna síntesis que fueses capaz de formular. Y aún el universo es mental. Y tú. El invitado.

Y tú que sabes todo eso pero no lo crees, que lo necesitas pero de pronto no lo sabes. Y la fe en todo eso y la certeza, pero no saber de pronto quién eres. "Yo soy una contestadora automática, ¿qué eres tú?" te responden al teléfono, al hálito extraviado que buscas frente a qué otro traducir, para poder elegir algún lenguaje de modo más o menos sencillo. Cuentas contigo o con el espejo -con el del espejo, el de cualquier espejo-, con tu pensamiento sin tí, con tu experiencia, o contigo mismo desnudo y ciego con los ojos apretados enfrentado a la necesidad siquiera de la nada, pero de la nada cierta. Los pies siguen livianos en el aire, pero el pantano es muy oscuro porque las luces no son de los colores que podrían ver tus ojos aún abiertos. Aunque ahora tanto da, porque mucho antes del pantano tu voluntad los ha cerrado, o tal te parece al menos cuando miras.

Pero eso era cuando miras, porque cuando realmente miras, cuando te miras en sueños de vacío tenebroso y en el sueño despiertas de pronto y en realidad sigues soñando que te ves y arribas a la duda fundamental del despertar, el descrédito de la vigilia, el desprecio empírico por la realidad que con más probabilidades goza de ser real, y no desesperas sino que celebras con desazón el desatino, el cordero pascual que conmemora tu libertad y tu desgracia en el templo en que serás inmolado en honor a tí, frente al altar vítreo vestido de tus nombres, te enciendes y te esfumas hacia dentro y descubres que puedes ser aún así, de otros modos, y de ninguno saber que eres, qué eres, y no por ello lograrás alguna vez dejar de ser.


NO HAY NADA QUE PUEDA ROMPER SIN RIESGOS

La neblina se inflitra también en un antiguo café al que luego de muchos titubeos concurre en busca de simplezas tangueras y algunos compases de buen jazz. Champagne y cócteles en las mesas pobladas de público vetusto. ¡Cuán enorme es la distancia que le separa de toda esa gente, a la que seduce el mismo clima que a él! Es muy engañosa la igualdad de respuesta a necesidades diferentes: te hace pensar que otro cualquiera es, de algún modo, uno de los tuyos; como si perteneces a la asociación de consumidores de dulce de leche y vas a las asambleas a confesar tus problemas sexuales: una afinidad puntual, pese a que la sobreestimes, carece por completo de trascendencia.

Poco más de la mitad de las mesas están ocupadas por gente a medio alcoholizar, y el espectáculo aún no comienza. Algunos habitués llegan a último momento, con el paso y la soltura de quien retorna a casa, en confianza. La distancia entre éstos y el público trajeado bastante cajetilla, que persigue nombres célebres a precio comentable con dignidad, es inmensa; están pintados de colores distintos.

Atiende a un concierto en honor a Frank Sinatra, cuyo "Strangers in the Night" le obsesiona, especialmente hoy; luego llega una sesión de tango para notificarle -aunque su rictus indica que era innecesario- que la fama es puro cuento. Aunque también de cuentos se vive, piensa con desgano, amarilleando un "todo se acabó" como puente entre el pesimismo radical que no parece compartir ninguno de los aplaudientes -sonríe pensando en esta clasificación que reúne ejemplares de una nueva aunque vieja plaga cultural- y la belleza redentora de la melodía.

"Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir", instruyen los blancos y negros sencillos y patéticos del tango a los machitos a la vieja usanza, e incluso a los pocos remanentes de la especie que solía escribir poemas ilusionados en servilletas de bar. Y ya no más; sólo resta pedir la cuenta y huir raudamente de aquí también. Hay que desmenuzar el dolor que conlleva amar, que no cesa de ser partir.

De nuevo en el auto, las opciones parecen estar por acabarse y su cabeza parece hervir de sensibilidad ante la absorción permanente del virus del desgano en cada lugar a donde va. Antes aún de encender el motor, invita a la radio a compartir su soledad; con gran morosidad recorre el dial, y un gesto de suficiencia se superpone fugazmente a su rostro ante la sensación de tener "tanto" a su propia disposición. Pero "tanto" desconcierta mucho, y ninguna de las ondas que transmiten sonido aquí a esta hora responde a esa expectativa tan difusa de quien quiere paz, y también buena onda, pero percibir la subyacencia de un interlocutor inteligente atrincherado en el micrófono; y optimismo pero no del necio, no, sino del que cuenta con esos argumentos desconocidos que quizá le pudieran convencer. Suena como un gran barullo uniforme la recorrida del dial de am a velocidad de crucero.

Se queda finalmente, en una estación de fm que para el público melancólico de esta hora transmite excelente jazz. Y se queda también en el auto, y en el trozo de calle que éste ocupa y que recorre o transita, y aún en el punto de la órbita que el planeta recorre en ese preciso instante. Y se queda, entonces, y piensa en todo eso, y el regressus ad infinitum pone su cabeza a girar otra vez.

Ninguna propuesta superará a la que le otorgue alguna posibilidad de recogimiento, de enlace íntimo con las posibilidades más extremas del espejo, y lleve a su alma de retorno desde la intranquilidad que le produce en todas sus formas el universo exterior. Y como es arriba es abajo, como es lo grande es también lo chico -eso lo tiene claro desde siempre, aún cuando lo duda cada día-; de modo que debería poder hallar la paz en alguno de los sones de afuera, si aquélla le acompaña a navegar desde su propio interior. Pero los grises son demasiado intensos y el negro circundante tienta, y sólo las luces de colores en carteles y vidrieras de la liberalidad en su peor sentido le molestan, agreden su ansia de una burbuja de silencio. Su tormento no necesita ya de qué agarrarse, su redención no halla punto de apoyo.

Dentro aún del automóvil parado, un arranque de desesperada lucidez le tienta a cambiar de metáfora. A veces no se comprende lo que sucede porque se lo articula en un molde equivocado, se lo codifica en un lenguaje tres talles más grande o menor, y a partir de allí es la desidia lo que perpetúa los errores, y las edificaciones que van apareciendo y amuchándose encima para disfrazarlos a un costo moral mucho más alto que el que tomaría su enmienda. La tozudez humana es inmensa, y desde el fútbol a la economía y las normas que rigen los sistemas políticos, los moldes equivocados y las doctrinas "normatizadoras" destinadas a enmascararlos y disfrazarlos reparten su capacidad de daño masivo por doquier. No cometamos -se dice- el más grueso de los errores que abominamos, siquiera en la intimidad.

Al volante nuevamente y calles abajo, mientras un blues le llora apasionadamente en los oídos, elige un análisis secuencial de la realidad: tantos años de informática menguando sus retinas han de proveer alguna utilidad. A la distancia, los edificios de aquel lado de la plaza semejan un libro de gruesas páginas abiertas, un libro de espejos cuadriculados en las innúmeras ventanas lustrosas tras las que, insólitamente, parece que vive gente. Un libro que abarca todas las rutinas y procedimientos y detalles prosaicos de la realidad; en definitiva, todo lo que aburre. Otro libro -su imaginación avanza, su estado de alerta decrece, casi se lleva un auto por delante- está dedicado, en cada una de sus páginas negras, a la cotidianeidad moral: el bien y el mal, la conservación en tanto mentiroso bien y la transparencia del mal y Baudrillard y Lipovetsky, Levi-Strauss y aún Foucault aceptando a Bentham a regañadientes pero; la perpetuación y los hábitos transgresores, la psicodelia y el error de paralaje de la educación científica cuando su ritmo de inquisición deviene monocordia axiomática frente al educando-preguntador perplejo y la búsqueda de claridad en medio de la omnipresente noche se desgranan en letras de añil, y el auto que avanza ya hacia las afueras de la ciudad le trae el almizcle a la nariz, estimulando una nostalgia sin recuerdo efectivo del que asirse por fuera de algunas buenas obras que su condición de ávido lector le ha permitido integrar a las referencias más habituales de su memoria. Enfermizo quizá -dijera quién-. Se asusta. Frena justo a tiempo para no atropellar a un perro desorientado, quizá tanto como él.

En derredor, la naturalidad se ha sincerado y le regala una noche de verdad; el blanco quejumbroso de la luna se sumerge vagamente en los poros de la realidad dormida, el ruido de la vida quieta abomba los espíritus intentando regalar sus horas al reino de los deseos y los miedos, y sólo el abandono se manifiesta, ya en alguna esquina o frente a una puerta medio destrozada, con gemidos que armonizan, con rabia y tenacidad, con los ritmos del silencio de la noche. No sabe si está sonriendo. Se quita el sombrero, por primera vez desde que salió, y se acaricia el cabello con los dedos separados, trillando el cuero cabelludo en busca de alguna idea, alguna solución escapadiza. Frena sintiendo que ha elegido la más miserable de las esquinas; sin rechazo, resbala juguetonamente por el labio del abismo luego de descartar el cinturón de seguridad. Con una soltura superior a lo creíble frente a un propio espejo, frente a la imagen o idea de sí mismo, abre la puerta y sale del auto, cierra cuidando disminuir la fuerza al final del trayecto para que nadie, por causa del ruido, interfiera con su autoexhibición: necesita darse vuelta del revés y mostrarse a sí mismo por entero, la duda es inaguantable.

La renuncia es triste, a veces es honrada; y tranquiliza. La frustración se compensa con la ausencia recuperada de desafío, con la serenidad que se vislumbra por delante. Y pocos minutos bastan para asumir el riesgo de la fe que mengua y decae cada vez, ante el desborde de dolor que le produce la mera idea de su propia desnudez; se imagina desvestido del auto, del sombrero, del bigote frente a sí, se ve desnudo de toda respuesta obvia, indefenso ante la inquisitoria de una adultez esquiva que le exige traiciones que no es capaz de representar. No hay nada que pueda romper sin riesgos. Todo se viste de fuga. El negro circundante parece volver al azul retinto que difiere de él irreductiblemente pero le ama; la inmutabilidad del espacio torna inadvertible la insólita vacilación del tiempo suyo entre ayeres y esperanzas, en un forcejeo inútil opacado por el barullo enorme y ridículo del pobre motorcito sobreexigido al máximo en segunda, y en tercera, y disparado finalmente a la velocidad que la teatralidad dicta a la falta de prudencia que exige la necesidad de una imagen consistente. Dicho de otro modo -sonríe pensando en cuán incomprensibles son algunas de las frases con que posa frente a su propio jurado interior-, huye estrepitosamente en dirección a la noche urbana que, pese a todo, es menos noche, está más diluida en los almíbares del maldito confort y de la sed y los hambres más primarios, que dejan algún ojo de la vida a media asta entre la memoria inmediata y el estupor.

El bulevar lo recibe con el mercurio encendido que ahora tranquiliza, con la gelidez de sus baldosas holladas antaño, horas atrás, por multitud de pies únicos e irrepetibles, en esa variedad uniforme hasta el hartazgo de lo que es diferente pero indistinguible a una vez. Parece que cualquier realidad puede ser tranquilizadora hasta que se descubre un rastro humano en ella, porque ahora la sóla idea de tantos pies, de tanta gente y tanta evidencia de vida presuntamente inteligente, de tantos sueños y desamparos y omnipotencias y pedanterías y súplicas erosionando velozmente las baldosas le produce como un dolor incisivo en el pecho, una congoja, una angustia que bien conoce y que teme. Pero no se puede seguir huyendo, al menos no eternamente, o eso es lo que cree, de modo provisorio.

El auto parece liberarse definitivamente de su control, va a donde quiere o a donde algún camino le lleva, y él maquinalmente se desempeña al volante de la máquina, mentras el espejo de las elucidaciones prematuras le muestra una gigantesca maquinaria de color plomizo en la que un diminuto engranaje parece que siente como él, que lleva su nombre y sus respuestas a cuestas, que las vive, que las muestra, que las articula en tres dimensiones para darle de una vez por todas la oportunidad de llorar.

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(Lo principal es estar a tiempo para tomar alguna decisión. Lo principal es superar esa presión en el pecho, esa congoja que no ceja, ese dolor urgente de los vacíos que la vida deja, ese relevamiento sin fin de los baches que pintan de tristeza nuestros ojos, de la miríada de puntitos infinitesimales pero negros que invaden cada nueva pretensión, cada proyecto, cada interrogante sedienta de respuestas; lo principal no puede ser atrincherarte para que la metralla de plomo en esferas minúsculas no te haga mella, sino resolver la ecuación de una transparencia viable, de una inmutabilidad patente frente a la agresión, por la que no sangren tus ímpetus, tus energías.

Lo principal es saber a ciencia cierta qué sucede del otro lado, en el otro cerebro al otro extremo de la conexión. Elucubrar, elucidar futuros antaños pletóricos de belleza posible, intuirla, intuirte, ver meramente el camino con claridad, disponer de fuerzas para transitarlo).

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EL REGISTRO CELESTIAL DE ALMAS

SEDUCIDAS POR LA TEMPORALIDAD

Desesperar de la propia capacidad de olvido, y ansiar desplazamiento en presente, recorriendo la simultaneidad, el tiempo a lo ancho, son casi una misma cosa en cierto tipo de personas. La constante recurrencia a los mismos recuerdos, a los sabores lejanos, a los tiempos tranquilizadores por ya vividos, la obsesión por hallar cualquier instante preciso en que sea seguro que eras e incluso que también estabas, es una tortura excesiva, que él desea paliar acumulando percepciones nuevas, exprimiendo el espacio con minuciosidad y sonrisa breve o desplazándose por él a ritmo vertiginoso; y ambas cosas alternativamente.

Al someterse con resignación terapéutica a la primer hilera de semáforos, saca la cabeza por la ventanilla para oler el aire viciado de la sordidez urbana. Esto es lo que su organismo respira habitualmente, lo que responde al hábito que responde a su vez a la ansiedad. Avanza como con deleite por las calles apenas si rozadas, de tanto en tanto, por algún taxi vacío, algún vagabundo indolente quizá, algún auto ultramoderno que parece infiltrado a la fuerza en el paisaje equivocado.

Y sobreviene entonces, sin aviso salvo que todo lo demás lo sea, sin beneficio alguno a cambio del dolor que inflige, el pavor del extrañamiento. Con los ojos desorbitados sube y baja la velocidad una y otra vez, y la luz esa que le hiere toda blanca, y la sirena demente a lo lejos y la horrenda textura de la calle de asfalto viejo; y decenas y cientos de películas, de cadenas de repeticiones de una misma imagen en movimiento, turbias y disonantes, parece que danzaran febrilmente adentro de su cerebro, horadando seguridades y reflejos con la potencia de la coyuntura que logra desplazar al corazón de la realidad, como el águila de Simbad contemplando perpleja el diamante incrustado ahora en el trozo de carne que arrojaron para ella, sospechosamente al fondo del abismo, y no entiende.

Quizá la disociación, el tiempo abriéndose longitudinalmente como en hebras de algodón y agotando las posibilidades generalmente excluyentes de la causalidad, todas en un mismo tiempo, todo sobre su mismo y único cuerpo cansado, en su cabeza más pesada cada vez y tan desbordada de realidad, sea algo inseparable de su propio destino, algo inscripto a fuego blanco en un hueco del registro celestial de almas seducidas por la temporalidad.

Pero, ¿por qué?, la pregunta danza ante sus ojos casi inermes mientras atiza el freno y apaga horrorizado el motor; la pregunta se escribe en letras ígneas que danzan ante sus ojos, y responde a su necesidad de sintetizar el malestar.

El ruido de las aguas cansadas que alguna fuerza arroja violentamente contra las rocas le llama a otro recinto de la realidad, y piensa entonces que el desplazamiento quizá carezca de sentido. Al menos lo que él desde lejos, en el tiempo, ha aprendido a entender como desplazamiento. Enciende el motor; el auto pone rumbo hacia nuevas aguas, cuyo movimiento se confunde a lo lejos con el de alguna grúa u otra máquina cualquiera muy pesada. Es lo mismo en todas partes.

El mundo suyo del extrañamiento mental -todo suyo, el ininvadible mundo en que transcurre realmente su vida por defecto- está sumido en las tinieblas, en una de esas penumbras amarillentas que tiñen a los recuerdos mudando su magnitud y posición randómicamente. Una noche como de cartón cae sobre la nocturnidad ambiente; una noche nueva y lustrosa, de estrellas puntiagudas y de reflejos audaces, lista para la mácula de laboratorio a que una memoria humana necesita someterla. Ante el asombro de su propio pie derecho en el pedal del medio, el auto frena contra el cordón con total normalidad e inmediatamente un libro muy viejo, de lomo imitación cuero medio rojizo y páginas quebradizas llenas de caracteres estrafalarios -vaya impresión articulada inmediatamente en el lenguaje éste y cuyo significado inmediato, exhausto, no inquiere- pasa mucho más velozmente que su descripción volando ante sus ojos, para hacerse reconocer; pero, ¿qué tiene que hacer con todo ésto un libro, uno de cuyos ejemplares comprara en la feria tantos años atrás, que nunca leyó, que ni sabe dónde está? Un libro que llegó a sus manos por generosidad de un paquete que le incluía, como la mayor parte de las cosas importantes que le suceden, y que siempre dejan alguna luz para que descubramos que su origen puede ser un error, dichoso o desgraciado, nuestro u ajeno tanto da, inapelable, inexorable como las imágenes inconexas que desfilan ante sus ojos con movimiento exagerado, rasgándolo e hiriéndole junto al cuerpo, incorporando trozos de él y contaminándole de resabios de un mundo ajeno o demasiado íntimo, inaccesible al menos mientras sus pies sigan hollando circunstancias físicas, mientras continúe aferrado a la idea de ir a casa, de ir hacia alguna parte.

En un sobresalto se abren sus ojos abiertos en un auto de consistencia chiclosa, como flotando en un aire almibarado preñado de burbujas turbias, en una vida líquida que no se puede derramar. Tiene miedo de manejar en este estado, en este auto; tiene miedo de saber que todo es realmente así de parecido, que el chicle exhibe sin pudor la consistencia aglutinante de los más disímiles disparates, que sólo por eso se integran en una realidad color pardo de la que no sabe cómo escapar.

El horror es proseguido del pánico; la realidad se siente como un laberinto sin salida, un conjunto de calles que se frecuentan sin sentido conteniendo seres de lenguajes y movimientos erráticos, concientes unos, asimilados a la irracionalidad leve los más. La caricia de la música en el interior del auto no atenúa la sensación de desamparo; el frío en la médula de cada hueso, el hundirse más y más dentro de sí mismo descubriéndose como un rejunte de partículas esencialmente dispersas, sometidas a una fuerza expansiva que amenaza a cada instante hacerle explotar y se cierne grotescamente sobre el universo de la fe, lo transporta a una realidad distinta pero igualmente real en la que pareciera que, de algún modo, él -¿algún él?, se pregunta inquiriendo cuál- va a explotar de verdad. Por más que el coche está en movimiento y se desplaza más rápido cada vez, la identidad de todo neutraliza el movimiento. No se puede creer en el movimiento si nada cambia en derredor, si todo es sustancialmente lo mismo, si tanto da estar aquí o tres cuadras, tres kilómetros, tres días más adelante.


Señor juez: Llegado este punto, debo transmitirle algunas puntualizaciones, a modo de último intento de evitar que me malentienda (o al menos, para no hacérselo tan fácil).

Solía no haber nada que encolerizara a uno más que la mediocridad, un camino cualquiera pero del medio, los colores de moda, las estúpidas arritmias alaridas por todos los parlantes de la ciudad, el espejo cargoso de las telenovelas, la docilidad de los animales del zoológico, los crepúsculos desperdiciados, la profanación -sobre todo si carente de originalidad y trascendencia- de lo sagrado, del secreto la violación y el cuidado por igual, los bullicios que importunaban el goce de la propia melancolía, las limitaciones de algunos autos que no podían meterse en terrenos agrestes, la sonrisa idiota de la complacencia ignorante y desconsiderada, del dócil servilismo de quien no quiere saber ni decidir; la prepotencia de quien sí quiere decidir como que sabe, pero con ignorancia no menor a la de los anteriores y con mucho menos esfuerzo. Mas no faltaban escudos en la intimidad, aún en el propio organismo, para proteger cada chance de felicidad.

La convicción de un propio yo identificado con uno, concreto y singular y dotado de densidad infinita, que al explayarse y articularse daba lugar a las imágenes y formas que proyectamos por doquier; el saberse idéntico al demiurgo y utilizar una concepción de lo aboriginal como mapa de la propia vida, garantizaba de veras el contacto permanente con una lente psíquica a cuyo través, de uno u otro modo, se tornaba más sencillo, previsible -o justificable- y disfrutable el tránsito por la vida. El universo -cada universo- decíamos y coincidirá conmigo el jurado, es mental.

Cuando aún los seres sensibles tiñen su miserable soledad con el sonido voluntarioso de frases mezquinas que alguien parece cantar adentro del receptor de radio, cuando ni siquiera la leña candente es accesible desde la irrupción del microondas, la mente, la conciencia fisiológica de cada universo mental decae, deja al viento la melena castrada, la solitariedad de una corriente de angustia sin conexión a tierra, y tiende a la autodestrucción.

Pero no tiene sentido -o sorteando lugares comunes, resulta inconducente- ese sendero. Y ni siquiera es lo suficientemente difícil darse cuenta. Uno se recuesta sobre el labio mismo del colapso, mira quieto a las brasas que crepitan indolentes, otea los recuerdos en medio de una marejada tipo leche que hierve descontrolada, la ebullición de sonrisas y lágrimas salobres con soledades olvidadas y recuerdos acertijos, acertados, asertos de vida digerida hacia dentro, y de pronto te da asco el topo frenético, el inframundo de tus angustias desatadas, de la sinrazón sin alegría, y un clac providencial en el centro desplazado de tu mente concluye en sonrisa nueva y virgen de todas las cáscaras que vas dejando atrás vertiginosamente, en un túnel que lleva a los recuerdos frustrantes de regreso a más allá del muro de los recuerdos importunos, de las fantasías no deseadas; sorteas la tentación de la melancolía y optas por distanciarte de todo, por un nomeimporta global que te aliviana de todos los pesos excesivos que has venido acumulando desde siempre.

Me es vital que lo comprenda: no me importa, ya no. Ya no quiero un juicio, sólo quiero paz. Ya no me importa que ocurra lo que debiera, me basta con un atisbo de belleza, de verdad, un algo de pasión posible y que valga la pena. Haga de cuenta que nada le he dicho. A secas; yo me voy.

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PERGEÑAR UNA ESTETICA PARA SENTIRNOS TERCEROS

Nuestra ruta en el tiempo está demarcada desde la más completa virginidad. A forma de cadena, está compuesta de compartimientos estancos, de parcelas mínimas que será muy difícil traducir en un único continuo, merced a las interrupciones externas que incluye el programa para enfrentar todo intento de concentración apenas prolongada. Para eso han inventado los teléfonos, luego los faxes y las computadoras -le aclara uno de sus otros, reaparecido luego de un largo silencio-: para comunicar tanto, pero tanto, que resulte imposible toda comunicación sustantiva. Dicho de otro modo: para transmitir hasta que no haya receptor capaz de soportarlo. Piensa por un instante en la cantidad obscena de letreros, volantes, anuncios sonoros, aromas, que ha registrado en estas pocas horas que lleva intentando un viaje en compañía de sí mismo, hasta aquí cerca, hasta lo que más lejos permanece siempre para un hombre; y su cabeza duele de impotencia, de rabia contenida.

Mirando desesperado hacia todos los costados, elucida un tubo de base hexagonal construido inevitablemente con espejos, en cuyo interior hermético protegerse, arrebujarse y ver su propia vida desde perpendiculares infinitas, y leerse por primera vez en realidad. O quizá varios tubos concéntricos, de espejos hacia dentro y hacia fuera, para que cada costado de su vida adquiera carácter de interlocutor, de objeto de observación, inquisición y análisis de parte de todos los demás. Una misma imagen vista desde todos los puntos de vista debe acercarle a la emoción del demiurgo en el instante previo al acto alquímico de combinación de los ingredientes para crearle. Frena de golpe; esta vez estuvo cerca, o al menos eso parece de acuerdo al gesto del tipo ese que acaba de frenar el Mercedes justo frente a él. Un gesto de disculpa urge. Pero él se queda ahí, atolondrado, quieto, mientras el otro masculla algo, gira y se va a toda velocidad, sin siquiera representar una mísera parodia de enojo.

No hay lugar seguro, esa es seguramente la clave. Uno no puede sentirse seguro en el lugar; la propia seguridad no puede depender de donde uno esté, debe ser axioma básico, a priori de toda actividad. Pero el firmamento engaña con la idea del infinito que no se aplica a la convivencia humana, y la religiosidad es engañosa cuando él se recuesta sobre ella con todas sus expectativas a cuestas y resopla, cuando quiere contar con ella como el valle en que no se lo puede manchar. No hay tal valle; o no lo hay sin precio en moneda ajena a su realidad. El auto se desliza ahora por una de esas esquinas oscuras en que es posible advertir la vida a partir de la suma de desperdicios. Podemos no sentir que realmente vivimos, trazar una filosofía o pergeñar una estética para sentirnos terceros, para escalar hasta el peldaño del relator omnisciente; pero no dejaremos de consumir, y por consiguiente de desechar. Bolsas enormes apiladas sin orden comprensible, sin rótulo ni identificación, inmensamente elocuentes, le hablan de los cientos de familias que se apilan también en estos edificios enormes y austeros, de gusto gris, cuya existencia confirma un murmullo monocorde que no cesa.

Prueba dejarte llevar, le dice al cigarrillo. Suena el teléfono. Cortaron antes de que atendiera. Eso ya no le produce ansiedad, como antes; ahora sabe que ninguna llamada telefónica se corta si no se debía cortar. Y la comunicación no sólo no depende del teléfono, del fax, del correo electrónico, del chat, sino que con relativa frecuencia se produce a pesar de ellos, salvando todos los protocolos obstantes para una transmisión eficaz del mensaje codificado siempre, y del código para descifrarlo (en este punto sonríe con tristeza; del código depende todo y nadie se da cuenta, está lleno el mundo de seres que gritan pidiendo un martillo mientras sus interlocutores entienden y responden a su necesidad de yogur).

Una ambulancia estride en el aire, seguramente una patrulla sigila más allá, el lenguaje borbotea y cambia de forma y muda color y tabla de afinidades de continuo; los términos se entremezclan y la lengua en que expresa sus ideas internas, el lenguaje primario de su conciencia, se traba y apela a las imágenes que no sabe traducir. Los reflejos acuden en su auxilio; está en uno de esos instantes en que no sabría qué hacer frente a un semáforo en rojo si tuviera que pensarlo, si su pie no se desplazara por cuenta propia hacia el freno, si su mano diestra no desconectase la caja de cambios del motor con un movimiento transparente y casi inadvertible mientras la izquierda desprende la ceniza del cigarrillo a través de la ventana (esto último le genera una alarma, sí, por la incursión en el mundo hostil gobernado por los otros, por lo otro), si el volante no procurase la mejor ubicación para la carrera que sobrevendrá medio minuto después.

Su casa queda más cerca que el amanecer. Hacer tiempo para éste o rodar el espacio para aquélla no son opciones, realmente. Su sonrisa provocaría pánico en este instante; sería su revancha, imposible desde que la maldición del diagnóstico cayó sobre todo lo distinto. La ciencia al servicio de la normalidad, que la estafa vedándole voz y voto en la definición de lo normal. La ciencia mercenaria, como todo. A ambos costados de una calle pequeña cuyo nombre se empeña en no registrar en el cruce de cada esquina, los árboles recién podados, despojados de las ramas que subsistieron a la caída de sus hojas. La lógica de la naturaleza, normativa... ¿o normatizada?; duda entre ambas posibilidades durante largos minutos mientras avanza en él la certeza de que es banal interrogarse un origen que escapa a la naturaleza humana, y que es indiferente en relación a los efectos, que serán siempre los mismos sobre su vida. También el espíritu de trascendencia, el ansia de conocimiento, de ciencia a priori de toda tecnología, puede erguirse en arma suicida si su aplicación práctica efectiva se demora demasiado, o si no llega.

Sufre. Sufre en demasía, diagnosticó una vez un siquiatra frustrado por la mala calidad de sus propias letras. Y sigue sufriendo, mientras las tinieblas le dan brío, mientras la luz no lo insulta aún con el impudor agraviante de la desnudez barrigona, mientras la inclemencia de las muchedumbres que cuando se divierten lo hacen a risotadas no lo toma por centro de mofa y bufa en un regressus interminable. Pero no puede no recordar todo eso que sólo vaya uno a saber por qué aún no sucedió, pero a lo que se expone a cada instante de miseria, de sinsabor contemplativo, cuando elude el ruido horrísono de la dejadez que le rodea, cuando retornan a él en flashes incontenibles las pesadillas de cada día mientras duerme. No soporta fácilmente el recuerdo de ese juicio en que resultara sentenciado al azar, a la pena máxima, entre un grupo de deudores morosos sometidos a un nuevo sistema judicial en fase beta. Y es que no se le ocurre ningún punto de la realidad de que agarrarse para intuir una defensa más o menos sólida en nombre del sentido común. Nada que vaya a defenderlo de la sinrazón con la más mínima seguridad.

Recuerda una botella de jugo de naranja que con agrado acogería unas gotas de vodka, en la valija del auto. Desecha el jugo de naranja por sentir un mínimo fuego en las entrañas, por sentirse vivo, más vivo que toda esa vida informe en derredor. ¿Contestatario?, ¿rebelde? :-), no se le ocurren pancartas viables, y que encima valgan la pena. Habrá que seguir observando.

Lentamente, el cielo se viste de rosas y naranjas, lilas y un azul profundo, violáceo que todo lo llena e inunda, y ni una sóla nube resta ya de las tormentas nocturnas en un cielo llameante que convoca a la devoción de los pocos mortales despiertos a esta hora.

Es como si hubiese cambiado la música que todo baila, muchos vientos graves primero y más altos cada vez toman el puesto de las percusiones nocturnas, la prisa se desvela y la multitud que bulle con ese ritmo uniforme en las venas, en los pasos, en la risa, en la languidez de los todos previsibles, en el reto infame de cada esquina. Cada llanto crepita un instante siquiera, las baldosas de la calle que oscila; se intuye un recorrido cansino y un barrio y angustia, mucha angustia, en el discurso de los cuerpos deslizándose en dirección a identidades efímeras, a roles que actúan algunas horas cada día para ganarse el derecho a hacer como que son ellos mismos en los ratos que desperdician en descansar.

No puede parar de girar la cabeza y de asombrarse y de mirar y de chupar esa realidad caótica que le excita, le estimula en vacío y está lleno de energía, de cinesis para dónde, para qué, el impudor de la luz dura de un solazo radiante, de las bocinas, los semáforos, la humareda, los letreros, los silbatos atroces, la impericia de los adolescentes desgastando la epidermis de la vida, todo girando en ese mismo ritmo que se te mete debajo de la piel y circula por tus arterias y se instala en el trono de los tronos en el sistema nervioso y te digita, hasta que el Gran Operador haga declinar el sol más tarde y cambie la cinta que se desgranará en el inexorable bajavoz. La penumbra es carne de la nostalgia, de la evocación con rictus, con violación del ritmo impuesto. En medio de tanto barullo, sólo evocar la penumbra es ya un acto de subversión.


e=mc2: el mejor de los poemas humanos

(“einstein juega todo el día con los dados que me robó”, se oye gritar en el cielo)

Hay viajes sólo de afuera, y los hay completos: lo que los distingue es el rol de la conciencia estimulando la traslación, o indiferente a ella. Un viaje completo, de esos que te cambian la vida, sucede cuando puedes sentir íntimamente la dislocación de lo establecido, la fragilidad de las coordenadas, la incertidumbre del asidero, el escozor del riesgo, la emoción de la aventura, del movimiento que no cesa, la expectativa del cambio fijando el ritmo a que se mueve la realidad.

Uno nunca es el mismo. Y lleva mucho aprender que, en realidad, nunca dejas de ser el mismo, al menos ese mismo esencial que permanece siempre expectante, vecino a la circunstancia y reacio a integrarse a ella; ese yo crítico e impúdico que sin clemencia te observa a cada instante y reflexiona conscientemente sobre tus estados, sobre lo que pasa; sobre tí; sobre sí.

Amo el viaje por las cáscaras de que te libera. En quietud, en la cotidianeidad en que blandamente todo permanece y nada hace lugar a la novedad, es como que los elementos constantes y los que se repiten a frecuencia moderada se apisonan, se asientan y se incorporan, en una ósmosis extraña, a lo que refiere y prefiere tu conciencia cuando dices “yo”.

Pero en todo viaje hay viejas constantes de valor entero que de repente se empiezan a mover y a mutar el contexto; a medida que van cambiando de valor, su credibilidad en tanto componentes indispensables, adjetivos primarios de la esencia, disminuye y se disuelve; desechando cáscaras, nos vamos acercando a lo que realmente somos.

Quizá no haya más viaje completo (o al menos, viaje más completo) que el orgasmo y la muerte. Porque cada viaje involucra partes de quien eres, y éstas acontecen en estratos diferentes todo el tiempo, aún en simultaneidad. De ahí que resulte en extremo difícil focalizar, identificar, vivir intensa y separadamente los viajes singulares y puros; y su intensidad y recordabilidad disminuyen en el contexto de otros viajes más quietos, más claros, más tenues, de fuerzas y contrafuerzas cuyo objetivo consiste en no menos que neutralizar al individuo singular para preservar la armonía del contexto.

Un viaje consciente significa siempre un cambio en la circunstancia, que abre las puertas a la manifestación del verbo que llevamos dormido dentro. Nos desplazamos en el espacio, y pasamos de la intimidad del hogar a la angustia del semáforo, a la frialdad del continente de nuestra jornada laboral. Somos otros cuando en traje formal, que en pijamas quince minutos atrás. Nos movemos erráticamente por un par de horas (o requerimos de un vehículo, un soporte móvil cualquiera, el ejercicio por nosotros), y pasamos de las paredes grises a los prados verdes, a los neones aturdidos, a la espuma furiosa en el mar, a los estallidos de rojo deseo de unos pechos rebosantes en medio de la bruma gris que abre las puertas, como todo, a otra forma de viajar.

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TRASCENDENCIA Y ERGONOMIA DEL CONTENIDO

De día el tiempo es otro, el reloj alerta espanta a los minutos que huyen despavoridos en el segundo 59, todos esos tipos a toda velocidad en todas las direcciones, las palabras en ¿mil idiomas?, ¿en ninguno?, inundan todo de ruido, y algo le dice que sólo un ritmo más bajo, un tono más grave, le salvará de esa locura. Al menos provisoriamente. La calle está llena de fetiches; a ambos lados de la vidriera se trueca dinero y mercancías, dolores de cabeza, energía, desafíos, sinsabor, espejitos pintados, y él no quiere nada pero se descubre caminando y comprando, experimentando vidas ajenas que no le andan, o al menos eso parece porque por alguna razón todos lo miran, o al menos eso parece porque se siente observado. Se sumerge estacionado, quizá cambia de persona y se va.

Hay etapas en la vida en las que cualquier circunstancia de provisoriedad banal adquiere estado definitivo, y el laberinto exterior nos invade y se acopla a nuestra mente, y se empieza a cerrar con nuevas paredes por todos lados y el espacio mental en que nos movemos se acota. Como si con un almacén al lado y unos centavos de algoen el bolsillo, no tener leche adquiere tintes de encrucijada fatal. O si una presión momentánea no tiene más remedio que crecer permanente, idefinidamente.

La tristeza es torturante; la ajenidad global como sensación existencial, la percepción de puertas que se abren y cierran, de trampa ubicua en la que hemos caído condenados a no parar ni por un instante de caminar, a no poder aliviar por un segundo siquiera el estado de alerta, a buscar permanentemente una abertura por la que pasar y seguir pasando de hexágono en hexágono de una biblioteca cuyos tomos se resisten a nuestra súplica silenciosa; a percibir los mismos ruidos en idiomas extraños descendiendo de octava en octava hacia las más melancólicas tinieblas, hacia los más hondos abismos de nuestro propio interior donde tampoco terminamos de hallar ese fluido mágico al que confiarnos hipnotizadamente y dejarnos llevar por alguna fugacísima eternidad, sabiendo que los sables no harán mella en nosotros, que alguna pared se disolverá, que aparecerá algún ignoto costado no tan filoso de las paredes del laberinto ni tan desgarrador; que nos podremos regalar aún en la intimidad existencial del dos la apertura de lo más virgen de nuestros ojos más profundos a la luminosidad de la sonrisa, a la fragancia de otro océano interior de espumas amarillas, a la plasticidad de realidades que frecuentan la sonrisa, el suspiro, el orgasmo; la iliteralidad como principio rector del evento apasionado, de la mutación del yo fagocitando el mismísimo laberinto que deviene en tí llanura de suaves lomas y mar sujeto de energía sabrosa y ritmo nuevo.

La expansión de la bruma en su interior se parece a los descuelgues momentáneos de la red en que todo "hace como si" pero hacia fuera nada pasa; nada hasta el mensaje de error, el infarto en que la desconexión finalmente se revela; al instante en que la bala de plata penetra el cerebro. Una miel esquiva se derrama pegajosa por las arterias del alma que le anima; un delicioso veneno de destellos ambarinos que arrastra sus sombras a lo largo de perpendiculares infinitas, de planos superpuestos, de senderos fractales en los que pareciera que todo realmente existe, que los amores, los humores sagrados son el espíritu rector de un aleteo minuciosamente vertical en todas direcciones, de un designio de querer y no poder derribar fronteras que ya no hay, de un poder y no querer aludir, evocar la circunstancia banal y aterrizar; de participar de una gran elusión universal en que los significantes todos huyen despavoridos, le abandonan en un mar de ideas tan bullentes como inexpresables ya, que se metamorfosean a ritmo vertiginoso en el cuenco de los laberintos interiores que chupan ávidamente sus néctares, sus almíbares jugosos por doquier y las almacenan -a las ¿sus? ideas- desorganizadamente en todos los resquicios de su cerebro, de cuya masa más nada logra escapar.

Cuando eso sucede cierras y te vas, también, meramente por no irte más, por no repetirte, de harto te cierras y vas, en un poderoso sueño despierto a los nunca-jamás, a una y otra utopía y todas juntas; a las fronteras en que espacio y tiempo se curvan y devienen flexibles, laxos, esponjosos, sensual espuma, granulado esencial y finito; donde infinito eres tú y la proyección interior del mapa de tus neurotransmisores que vienen y van, del cosmos molecular que te informa y te deforma hacia dentro de continuo, que te contiene a salvo de las miradas atroces de un exterior ilusorio que al fin te significa, te atrapa y te ata nuevamente al caer.

Mira a todos lados; quiere forzar las sogas sutiles como Gulliver en Liliput, comprender el hormigueo que abre en sí nuevos frentes de batalla, más colores repetidos y lugares comunes redivivos de entre los confines menos sagaces de la memoria gris, que se apresta a la ósmosis de su cerebro posándose asfixiantemente sobre toda su cabeza, como empollando iras e ideas, ahogando de su espíritu toda subversión, inversión, diversión de la conquista inerme que ahora le toca de parte de la demencia manifiesta de la humanidad cuando plural, cuando masa informe, cuando rebaño sumiso tras el idiota más hábil, que no tolera lo que en uno parece desidia; que no entiende el asco ni la sonrisa de él que sólo llega, abre la puerta y se va; ni sus ganas de jugar.

Hay que seducir, inducir, reducir, desde lo que vemos y somos, desde lo que somos y vemos, desde lo que es porque soy- y porque soy veo que soy y que por tanto es- hasta producir la realidad y aún después. Conducir el destino, abducir el laberinto, obsesionarse proactivamente por la ergonomía del contenido, por la creación de un lenguaje hábil para articular el propio significado; por aprender a manejar todos los soportes posibles para la ebullición que llevas dentro; para sobrevivirle y sobrevivirte en el gran disco de energía pura que almacena todo lo que alguien pensó y pensará en el pluriverso alguna vez y que algunos llaman mundo y también "akásico", ideas que se tornan relevantes más allá de sí mismas sólo porque no han requerido de iniciación para que los demás las conciban y las llamen... así; o de otro modo cualquiera, porque de la articulación final depende el éxito de la doctrina, pero el de la inteligencia no.

Ya en casa, la pasión se desmigaja y se pierde en los ínfimos recovecos de cada minucia cotidiana. Lucha contra eso. Jura no dejarse vencer, ignorar el barullo para aprender a merecer el verbo, a estar atento a su influjo, a memorizar el trazado de su dibujo; a ponerse en sintonía, en actitud de producir amor, de tornar al verbo mismo en sujeto de acción impredicable e incluso perecer en él, en la creación que no claudica, en la sonrisa bendita del único orgasmo sin anestesia ni dolor, del instante cúlmine que se repite en un bucle vertiginoso de memorias potenciales de repuesto, de cadenas de eventos inéditos y posibles cuyo tiempo pasó sin ser más que en esa simbiosis con la energía vital de él, que disfruta o se pierde haciendo zapping entre los distintos significados posibles de cada etapa de su vida, navegando ejes morales y líneas de tiempo descartadas con o sin conciencia hace mucho, hace algos; ajustando pendientes, curvas, colores, tramas, texturas; descubriendo los detalles de cada contexto, cada paisaje descartado o vivido; como reproduciendo en cámara lenta las mismas esquinas por las que antes se deslizó apurado.

La pasión se enumera a sí misma; se clasifica. Un vaso celeste sobre la mesa de roble opera de clave semántica para desentrañar la realidad paradójica que vive, que percibe, que burila con cada uno de los pensamientos cuyo fluir irrefrenable no le deja tiempo para hablar, para decir, para reaccionar siquiera en hechos concretos a una realidad que no cesa porque él esté en otro lado, en otra parte; una realidad que pareciera, pese a todo, que también tiene existencia propia. ¿Cómo llegar a aprender la fórmula común de los planos de tantas realidades posibles?; ¿Cómo decodificar el programa para entender a dónde voy?, se pregunta riendo en segundo plano de su propia inocencia. Los tentáculos de cada objeto de la cocina, de cada adorno del salón, de las cobijas, parecen querer asirse a él, cobijar y albergar-fagocitar su vida, su alegría, su congoja; los cables a tierra del televisor, de la radio portátil, del vaporizador, del botiquín de anestésicos todo, aparecen pintados en rojo en medio del aire de tinte sucio; la prisa se acerca sinuosa con sus brazos abiertos, con sus piernas abiertas al escape; la computadora gimotea "yo te salvo", el gabinete aparece transparente, y dentro, el módem ha crecido exhorbitantemente y lo mira con ojos azules recostado a un lecho lila y sus labios a la puerta del túnel dicen "tómame" y él aún resiste y gira la mirada hasta la biblioteca; y el recuerdo de cada línea leída, de cada fantasía compartida con cientos de escribientes, de cada universo posible robado a la ciénaga de los imponderables e incorporado a sus expectativas, se abre -todos juntos- y él está a punto de colapsar, de rendirse alucinado al caos de encrucijadas que sobre su mesa de trabajo mental se ofrecen a integrar un rediseño azaroso, amoroso del destino, de la vida propia, de la vida entera, a participar del juego sagrado del demiurgo que no dispone ni remotamente de lucidez y fuerzas para tanto.


LA METAFORA COMO SUSTANCIA DEL AMOR

Y EL VIAJE PSI

Salir en el auto esa tarde era llevarme una multitud de pesares, de pensares y sentires, conmigo a otra parte. Era huir de una imagen, como editándola y cambiándole sólo el color de la luz, o su posición, o dejando de ella sólo el contorno vacío de colores y dolor. El recuerdo de ella tan ella, el tono de su mirada, el ritmo seco de su respiración y la danza atrapada de sus pecas viajaban conmigo. Al principio, su contexto dominaba enteramente la situación; de como me sentía minutos antes sentado en casa junto a ella, apenas variaba algo el movimiento del auto, la insensatez fugaz de las imágenes que corrían conquistando y abandonando mis retinas, los pocos movimientos reflejos de mis manos y pies adaptados a la realidad de pedales, volante y palanca de cambios como llaves para la transformación del universo inmediato. Viajaba en el auto, me desplazaba perdiendo apenas las pieles que me conectaban al lugar preciso, al olor del aire, a la previsibilidad del más allá de las paredes.

Frente a un semáforo que amenazó con fijar de nuevo una circunstancia espacial en mi conciencia, encendí la radio y me dispuse a pasear por el dial. Otro viaje: publicidad de una gomería – madonna 1990 – alejandro lerner – sting – publicidad de cerámicos para baño – rock argentino - bach – michael jackson – te quiero igual – cambio dolor por libertad – tome préstamos bancarios a interés delirante – withney houston – los redonditos de ricota – un motel frente a la playa. Conseguí jazz –la radio me prodigó jazz-. El semáforo está en verde hace rato; hubo otros viajes en el tiempo a ritmo dispar del mío; suerte imprescindible que no hubiera nadie atrás.

Las trompetas de estos negros pletóricos de ritmo me llevan hasta Greenwich Village, hasta un trombonista anónimo en Central Park rodeado de niños y palomas; mientras mis manos y pies siguen cumpliendo con su deber provisorio, y mis ojos de afuera les indican cómo moverse en esta carretera uruguaya llena de otros, y de formas propias pareciera que carentes de cariño.

Ahora es mi conciencia sola que despega y viaja mientras en el auto tarareo a Simon & Garfunkel, y después Father & Son, que es lo que pasan por la radio y no sé de quién es; pero es miles de diálogos que tuve y que no tuve con mi padre, diálogos que quizá tenga conmigo mi hijo alguna vez: los que se atreve la canción y los que no, afluyen en tropel a mi mente confusa, que ordena a mis dedos encender balizas y frenar a un costado de la carretera, para lograr un mínimo de fijación y beber un trago de ron.

El fuego en la garganta es otra forma de viajar; es otro rito de apertura de puertas vedadas a la conciencia ordinaria, de lenguajes prohibidos en los más aburridos protocolos y en algunos de los otros. El largo trago directo de la petaca prefigura un cambio de tono mental y de voz, un ritmo que reclama Stevie Ray Vaughan y se deleita con Santana, una conducta de manos y pies que imprimen al auto agilidad inusitada mientras una angustia creciente, un viaje perceptual a lo largo de una de las formas del abismo –del único y total abismo- hace variar los paisajes más de prisa, y los colores de los autos son manchas horizontales uniformes que tienden a unirse dejándome dentro, encerrado; y la carrera deviene carrera por la recuperación de libertad sin más máquinas, cuya horrible proximidad amenace la lejanía involucrándome en cualquier contexto que me haga posible para los demás.

Es complicado filtrar las variaciones del viaje para que no transgredan la fórmula mínima imprescindible que te autoriza a existir. Inevitablemente, unas variables te absorben, te distraen de otras; viaja tu mente a un recuerdo cualquiera asociado a un pino que pasó fugaz (asociado a un pino parecido al que pasó fugaz, o a cualquier otra cosa que despertó en tí la visión de algo que te pareció un árbol, y más aún: un pino), y se distrae de la carretera presente, y te disociarás definitivamente de tu cuerpo o se te achicará la celda más aún si debes empezar a maniobrar en un cuerpo mutilado. Cuídate –me digo, y río suvae-. Estás preso de los estímulos a que responden tus reflejos.

Viajo a la escena de aquella película en que quien pone tercera está huyendo de un recuerdo, y al son de los primeros compases de la obertura Guillermo Tell (que te suena en el celular que prefieres no atender) pasas más autos que en la media hora anterior. De pronto, mientras sigo manejando y pasando y ya no pasas a nadie sino que te acoplas al ritmo de un fiat uno blanco que se desliza a ciento y pico por hora en la misma dirección y en sentido similar, te evades y te vas con tu música a otra parte y te dejas complacer por el recuerdo de una noche cercana.

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LA METAMORFOSIS (CYBERESPEJO)

Basta entonces con reconocerse en las formas cambiantes y polícromas que desde las paredes del laberinto, adquieren carácter de espejos distorsionantes. Intenta entender todo como parte de sí; renuncia: intentará entenderse a sí como parte de todo. No son ya sus ritmos íntimos que signan la variabilidad del exterior, sino que su propia melodía, su alfabeto, el lenguaje de sus ideas y emociones, la cultura aprendida-elucidada, deberán oficiar de enlace para comprender y reflejar un todo que le excede; descubre el escondite de la fórmula mágica para opacar su propio carácter de espejo, para apagar el reflejo condicionado y falaz de lo que le indigna, las respuestas instintivas a lo que advierte que sucede.

Compra un criterio nuevo en el mercado del cosmos; sale de paseo montado en una metáfora, en la fórmula mágica para decodificar una realidad puntual, hacerle los cambios pertinentes y recodificarla en un lenguaje, un criterio, un color de sí mismo; para producir una realidad conociendo el código de su algoritmo -aún fijando quizá tramposamente sus variables azarosas-, asociar en hipertexto todas las variaciones de una misma idea original, reconocer los unos y los dos entre la turba de millones, fijar afinidades y relaciones ahora nuevas, compenetrarse en la mente de la vida y recuperar la sutileza del contacto binario, de la fusión bíblica y primitiva entendida y formulada en la candidez de un experimento al que sólo un nuevo lenguaje torna siquiera pensable, como la asociación entre la "riqueza" y el número diez, asible al idioma hebreo en que comparten raíz pero no a la mayoría de los demás, como la asociación entre una esquina del centro y una enorme sensación de paz, desde una experiencia fantástica de mucho tiempo atrás que se sumó a sus referencias, a su lenguaje interno para siempre.

La puerta del túnel permanece abierta y se ilumina, en el monitor de la computadora. Dentro hay otro cosmos con el que sí se puede jugar, pasear, cambiar, mutar; que se puede amoldar a uno mismo, sofisticar, respaldar, clonar, ejecutar de acuerdo a normas y ejes causales diversos. Entre el procesador de texto, el software de diseño gráfico, el editor de audio y video y un par de compiladores, se puede producir no poca realidad alternativa; con los navegadores se la seduce; el correo electrónico y el chat tienden lazos por todas partes, interpretando o generando nuevos códigos de afinidad, un nuevo discurso; incorporándose a una forma más amplia y discreta de vida subyacente en comunidad.

Y en ese vehículo de ideas, en la operación de una tecnología distinta para interactuar con lo demás se pierde, se afloja, se aleja por momentos, retorna después, arroja y leva anclas alternativamente, recorriendo al impulso de dedos inquietos la vida que no cesa de fluir ahora que se la puede sintetizar en ceros y unos elementales. La vida-máquina-mediante responde a los tiempos de uno; puedes dedicar un rato al ejercicio de webzapping voyeurista, unas horas después a una conversación sobre cuestiones filosóficas con otros quinientos y pico de tipos, por correo electrónico y fuera del tiempo real; una reunión de negocios por ICQ, lectura al vuelo de prensa, el tao del día, el poema de la semana, la tirada de i ching de cada mañana; y en medio de todo eso suspendes a la máquina, la dejas congelada en ese instante mientras tú te vas, fuera de su realidad, a alguna de tus otras vidas. Y nada habrá cambiado cuando retornes a ella más allá de los imponderables de la propia tecnología que no son pocos.

Pero también puedes hacerlo distinto; liberarte progresivamente del espacio en vez -o además- de hacerle trampas al tiempo. Esta idea le gusta, no se fía demasiado de la manejabilidad del tiempo, pero el mero lugar es más tosco, más elemental, y uno se siente más en confianza cuando decide desatarse de él. Imagina por un instante vivir con unos lentes sobre los que ha soñado o leído: están conectados a la computadora portátil que lleva en el bolsillo del saco; va en un tren en medio de la ciudad pero su fantasía vuela a cumbres níveas allende toda presencia humana, y visualiza lo que su fantasía decide por esos lentes que también graban lo que ven en un disco temporal desde el que los archivos ya comprimidos y encriptados van siendo enviados, gracias a una antena que lleva prendida al cinturón, al ftp de su proveedor de espacio en Internet, transformado en memoria portátil para prevenir colapsos, accidentes, infartos o reformateos fatales de conciencia estética y moral.

En otra situación que resbala entre la fantasía y el deseo, se encuentra en su casa y dialoga en videochat con un viejo contertulio al otro lado del mundo. Un cartel le avisa que es hora de salir si es que espera llegar a tiempo a la reunón presencial -una circunstancia muy especial- fijada para una hora después; minimiza el videochat luego de avisar a su amigo que se ausentará cinco minutos; con la mirada vía estos lentes ordena a su computadora llamar un taxi, en los lentes tiene ahora, en pequeño, también la crónica del evento: "discando.... intento 1, ocupado, intento 2, esperando a que atiendan"... ahora siente la voz de mujer madura del otro lado de la línea interrogando, y la voz de Humphrey Boggart en Casablanca (es la que eligió para su computadora, y tuvo que pasarle buena parte del audio de la película para que el simulador lograse una imitación casi perfecta de la imperfección humana) que indica a la operadora su ubicación. "Confirmado, 5 minutos"; luego de indicar al taxista la dirección de destino, sigue la videoconferencia con su amigo mientras indicaciones visuales-mentales al ángulo superior izquierdo de su lente derecho comandan un rastreo en una biblioteca pública virtual, para completar los textos que necesita para la reunión. Hace un zoom sobre un documento, que aparece ahora ocupando las mitades interiores casi completas de ambos lentes, y va corriendo el scroll con suaves movimientos de cabeza. Allá arriba a la izquierda, sigue la imagen del amigo sentado en su biblioteca (en realidad el otro está en la playa, pero ha elegido la biblioteca como contexto visual por defecto), hablando; como ha silenciado el audio de esa aplicación, lo que su amigo dice va apareciendo escrito bajo su imagen en letras sans serif azules, que se tornan rojas cuando exclama o sube el volumen o el tono de la voz. El responde moviendo los labios en silencio mientras el taxi avanza por un puente que cruza el río; y Humphrey pone voz a sus respuestas desde una silueta borrosa en medio de una tormenta de nieve.

A punto de llegar, memorizado el documento por la máquina mientras él se despide ahora sí de su amigo, convoca mentalmente a su abogado (la máquina registra la imagen mental, busca referencias en su índice, encuentra nombre y número de módem satelital del abogado, y lo llama) y le sugiere que se quede atento en conexión abierta durante la reunión, y le envíe comentarios y sugerencias en el acto al centro de su lente izquierdo, sin sonido.

Pero no tiene esos lentes, ni esa máquina. Navega un rato, le pregunta a un buscador dónde hallar consuelo, y de retorno tiene cientos de páginas de religiones, sectas, mancias, iglesias, casas de masajes y cabarets, clínicas de adelgazamiento y cirugía plástica, agencias de viajes y de seguros y detectives privados.

Tampoco allí está el consuelo. Y aún menos la paz. Nada sustancial ha cambiado desde la mística de los antiguos: el entendimiento que procura paz y torna innecesario el consuelo está dentro de uno, o no existe; y él lo sabe: hay que procurar una investigación interna, en busca de esos pliegues del cerebro, de esos estratos de conciencia reticentes, que no afloran si no media requisitoria más o menos fuerte con la suficiente antelación.

Todas las lunas se ocultan frente al impudor de la fascinación. Basta tener un centro "cogitocéntrico", una variable inspiratriz de nuestras ideas a ritmo de aceleración permanente, para que imaginarla panacea mental y espiritual de los mortales nos quite la objetividad, la perspectiva, la distancia imprescindible para mantener una relación de cualquier tipo con ella. Nos transformamos en prototipos del fracaso amoroso incluso ante la propia idea de una felicidad posible, o sumergidos en ella. Y cuando sucede que entonces la idea "se retira", parece tomar distancia de nosotros que somos quienes en realidad nos enajenamos de ella, cuando se torna elusiva e imponderable para nuestros cerebros mezquinos, es que la relación adquiere color y textura de culto, de religiosidad tautológica e infalible que han pergeñado nuestras más íntimas defensas sin permiso, para protegernos del desastre inminente.

Entiende perfectamente de qué se trata ésto; la perentoriedad de su educación le guía con no menos potencia que porfía hacia las verdades de contexto seguro, hacia las evidencias probatorias que bien saben desembocar, en nuestro tiempo, en cualquier insensatez colectiva. Los disparates afuera crecen y se desarrollan a ritmo aún mayor que el suyo propio, gracias a la participación de innúmeras voluntades anestesiadas de cualquier estupidez colectiva; la indolencia es alimentada por el discurso liviano de la conformidad material, la protesta es sofocada por las esperanzas de libertad instiladas desde la misma fuente en el corazón de la miseria, la teatralidad casi bella del portentoso derrumbe pasa desapercibida a los... ¿lentes? uniformes que viste la mayoría, que se inclina a creer que ve con sus propios ojos y a martillar los dedos de los insurgentes como vía de retroalimentación de la propia fe. El ridículo no hace mella en un cretino; menos aún en miles, en millones.

Apenas si se entera que el día ya pasó, y que en la biblioteca lo seguirán esperando hasta que se enteren que zarpó. Hay como una fiebre en el atardecer moroso, en la prematura decadencia de la luz, en el sazonarse el espíritu de nostalgias y melancolías borrosas al ritmo de lo que se puede ver allende tantos vidrios y paredes incredulizantes, insomnes, inmunes a la luz interior de sus pensamientos eminentemente nocturnos, de sus deseos, de su utopía íntima y singular que por fin y por obra de tanta simulación posible, al fin tiene lugar por decirlo de algún modo.

Mira a través de la ventana, como se contempla el infinito desde la cubierta de un barco. La casa es el único asidero, el referente supremo, la fortaleza impenetrable aún si penetrada, el refugio recóndito y uterino de su pensamiento, de su búsqueda, de su angustia sagrada que ningún necio entenderá. Alargando en presente una agonía impersonal, sale, mira en derredor, abre, sube, enciende, enciende, y también se va. Puteando realidad. Aferrándose a lo necesario. Se va.


No hay herramienta multimedia tan potente como la propia conciencia. Es noche cerrada preñada de luna en tu interior que la ve por una ventana recordada a muchos kilómetros de donde estás. Hay aromas y sentires y sabores en la evocación de la penumbra perfecta en el dormitorio, el lecho desmantelado por el ritual de una magnífica batalla en que ambos nos medimos a muerte sin querer ganar, y la sonrisa de tu piel y de su piel por la que deslizas las palmas de las manos sin cesar, reteniendo la agonía dulce, la frase final contenida hasta la última exhalación; es como si el propio aire se tiñera de azul y de repente la noche otra vez y hace frío, el auto avanza por la carretera vacía, el fiat uno se perdió hace rato adelante, atrás o en otra línea de tiempo; abres la ventanilla y eliges un cigarrillo para templar tu alerta.

El cassette que encuentro a tientas e inserto con suavidad –ésto siempre me lleva a las escenas clave de VideoDrome de Krönenberg- despierta de su estado potencial a Shlomo Arzi: rakadnu ad she míshehu / ipól al birkáv / ad she míshehu / iarguísh keév / ad she míshehu iaguíd / aní kam ve’ozév. Bailamos esos días –dice, lo siento cercano y digo- enajenadamente, sin parar hasta que alguien se desmoronara de rodillas, hasta que aflorase en alguien el dolor inevitable y placentero del exceso, hasta que la extenuación transformara en evento completo que estuvo siendo pero ya no es las articulaciones del cuerpo, de la lengua, de la mente. Bailamos desenfrenadamente hasta disolvernos en un sólo amor múltiple y viscoso en que los cuerpos adquieren sentido sólo si se los percibe en conjunto. Y estaba igual que la otra noche, la de la cama, la de los labios enrojecidos de sexo sobre las sábanas lila, la noche alada en que ningún metal cabría en mi vida aunque ella cantaba a un semitono de distancia, y a veces parecía que la eufonía se derrumbaría a modo de gigantescos cubos multicolores causando un bullicio estremecedor incluso en el preview que el miedo me imponía; y era entonces cuando creo que bajaba un tanto el brillo de mi mirada atenta a lo ancho de mis párpados cerrados, y yo me miraba igual en la estupenda opacidad compacta de sus muslos abiertos de almíbar intenso, y arremetía a enraizar mis labios entre sus pechos leves y me perdía en los rincones llenos de trampas que abrazaban cada pulgada de mi piel a la de ella y ya volaba, volábamos entrelazados en un cielo purpurino de tanto blanco, y la tormenta era surco ígneo y vertiginoso que se tendía a atroz velocidad como un cable de acero, desde lo más profundo de mi cuerpo a los espacios más recónditos y sensibles de mi templo sagrado en su interior.

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A la derecha un infinito manto de pradera verde abriga las entrañas de la tierra, mientras por sendas preestablecidas va hollando el auto las memorias de la vida misma, de la naturaleza fértil y desnuda que nos contiene mientras en el pensamiento voy pulsando con ternura sus botones fundamentales, y la actitud erógena hace germinar plantas y animales y poblaciones por doquier. En cada suave loma el auto intenta encontrar un cabo abierto en la senda gris para meterse por debajo de la frazada y aventurarse a lo desconocido siempre y anhelado, y recorrer el infinito fractal más y más adentro para siempre, adentrándome con fruición en sus túneles estrechos cual esponjosos desfiladeros de hormigas, y camuflarme para siempre entre las vísceras de la vida contenida, potencial, de la no-vida que hace lugar a un hálito nuevo cada vez.

El auto va demasiado rápido otra vez, tanto como la evocación de deseos y recuerdos que revivo en mi mente, multiplicando la experiencia del paisaje, dotando de sentidos nuevos a la tersa silueta de los cerros que intuyen mis ojos hacia el norte inanimado, de los pezones suaves de la tierra erguidos, prontos a la expectativa del rayo fulgurante que una tormenta les prodigue con pasión, con filosa y deliciosa voracidad. “Journey to the Center of the Earth” no es en absoluto una excepción a la armonía en que todo se conjuga en una nueva clave a cada salto de nuestra percepción, y me lleva ahora a una intrusión por tres días con ritmo irresistible a las cavernosidades profundas, los túneles azules en que el agua hirviente y la lava fluyendo a borbotones en burbujas como de chicle sedoso, parece que hablaran, que cantaran y se postraran ante el Creador en busca de afecto religioso, de re-ligazón a la matriz misma de su emanación en un acto de amor infinito que desde que es, ya no tiene manera de dejar de ser.

Estoy muy, muy cerca del mar; en medio de un viaje cuyo destino no aguarda al final sino que existe y se sucede y se traduce distinto a cada instante; un viaje de vida que arriba en cada pensamiento a una forma distinta de plenitud, como requiriendo consumación de todos los modos concebibles, como cuando intentas violar una contraseña ametrallando sucesivamente al carcelero con todas las combinaciones de letras y signos pasibles de abrir los cerrojos del deseo. Freno un instante y estaciono a la vera del camino; el oído o la evocación añosa me traen a la conciencia los frescos sones de las olas rompiendo juguetonamente sobre los arenosos labios con que besa la playa el mar salobre, continuo como la pulsión misma de la vida que me conduce a nuevas angustias que gimen por plenitud a cada paso, exasperante en el desasosiego que intuyo que no le permite parar de expresarse en alta voz ni por sólo un instante, en ese murmullo estentóreo con que reclama todo el tiempo un imposible necesario. Como mis propios mares revueltos que no dan paz a la búsqueda constante de cavidad en que dar reposo a mi entusiasmo cansado; como la pereza blanquecina y traslúcida con que la luna intenta disimular su propia desazón inmortal, la inaccesibilidad final de todo destino quieto al cabo de la insensatez de un camino eterno, de ese no parar de caminar con ganas aún con los miembros doloridos, atesorando donde caen esas misteriosamente bellas lágrimas de plata, asaz testimoniales cual mojones del camino recorrido.

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Las trampas finales en cualquier punto del camino

Sólo la polaridad y la pasión se extienden entre la inercia y la vida misma

DANZA CREPUSCULAR SOBRE LA LLUVIA

Si bien él nunca había pensado en primera persona en la muerte, si bien nunca se había regalado más ilusión de gracia que lapsos de vida terrena más o menos mullidos y sin peligro por la espalda; si bien no era inmanejable la variedad de tópicos que pudieran estar en situación de dañarlo de veras y no cualquier daga, cualquier filo, entraría con facilidad en la carne, en la entraña misma de sus ideas; si mal veía los derroteros grises que se abrían ante él y optaba siempre por enramadas salvajes, por senderos de mosto apisonado y silencio apabullado por el eco de las guerras; si no desdeñaba el desafío de las nubes bajas al pie de la escalera, de los cóndores y los racimos de belleza primitiva que la noche fugazmente sensual le obsequiaba a escondidas, y la perenne exquisitez del dolor remanido, esculpido entre las fauces mismas de la vida;

si bien la penumbra de un adiós, de otro adiós, era violentada por espejos relucientes, que reflejaban el recuerdo de la luz -de cada luz-; si bien el fango del camino se resquebrajaba entre los pliegues de su uniforme seco -siempre seco- y las barbas del tiempo se mecían cual la suerte y el entusiasmo del espíritu a la vista de demasiadas impúdicas miradas; si no obstante, las memorias que guardaba de él la tierra se traducían en una estática proyectada siempre en la afasia de los abismos, en la mirada fija y perdida, atrapada por las siluetas fantasmales de ideas fulgentes pero sin resolución; aún si el tiempo obraba en su contra -y lo sabía- e incluso, contra los desmentidos obsesivos de la experiencia, devenía hacia abajo, hacia atrás; aún si la vida se resistía de modo innumerable al amarillo de sus sueños;

cuando uno y más otro repique de fruta despedazada contra la intemperie estéril le llenaban de tristeza, y una selva de color inalcanzable poblaba los temblores de sus noches claras; cuando la peripecia del camino se hacía irreconocible como el camino mismo en medio de tanto humo, de tanto zumbido inútil de fragancia engañosa; cuando sus lágrimas dejaban surcos en la única faz de su memoria, y rengueando cobijaba para siempre algunas risas perdidas, fantasías póstumamente ficcionables, una monstruosa experiencia licuada y algunos puñados de arena feroz; cuando la espuma de las olas sabía de pronto a falta de un maldito almohadón en que apoyar la cabeza por un -ay no, un- casi siempre suplicante, por siquiera el término fatal de la congoja, del recuerdo de alguna lucidez dejada a los perros para salvar el pellejo, y las llagas de su vida ardían ya entre los brazos cínicamente mimosos de una resignación rabiosa; cuando su música se hacía humo -o al menos eso decía la mayoría mientras algún él aún, alguna ella, danzagonizaba al son del deseo irrevocable como la vida misma- y el crepúsculo era señalado en vertical por un calendario de tormentas inauditas; cuando las hojas que creía perennes eran la trampa del pantano que evocaba la incertidumbre del piso peligrosamente tibio y de pronto también la lava y las espumas hirvientes y la seda de los paisajes añorados y la melodía absurda de risas y llantos que avanzaban como un susuro torturante relatando ayeres posibles y futuros improbables, y las puertas amarillas y violetas, y un azúcar calmo y el gusto salobre de la miel se batían a carcajadas y jurando eternidades con sus ofertas trascendentes a la vida, a su vida;

entonces suspiraba trémulo, musitaba algún amor, entreleía con tristeza los planos que una vez más habría que descartar -archivar en la celda prohibida y por tanto sagrada, de la que las memorias no salen sino por el anzuelo del ritual revelador-; se rebelaba e intentaba permear en lo que parecía real pero sin ganas, y se revelaba después -¡qué cara ponían cuando de repente lo veían allí, y había estado viéndoles y escuchándoles con pasmo infinito todo el tiempo!- redactando las letras prohibidas en el centro del lago de la bestia, en el meollo mismo del volcán antropomorfo, de la montaña barbuda, y las aprolijaba idioma por idioma, mirada por mirada, y las clasificaba por el interés que le ofrecían y agonizaba por ratos largos de desilusión y fiereza filosa por cónica pero tibia como la leche blanda que el tiempo mama, y estira el telón de la desgracia en cada puesta en escena -más remozada, más sofisticada, más esforzada, más invocante a los cielos y a las leyes cósmicas y a las causas necesarias cada vez- de la obra, de la pasión llameante y desconsiderada que no le soltaba, que le mantenía en el limbo fragante en que el tiempo se disloca, en que es lo que pasa y las cáscaras implotan huecas cuando las cascas en busca de sustancia; y la tinieba y el negro destello de lustre en los fósiles de pasiones que le precedieron sin suerte, y mucho fucsia en los neones de los que desistieron y triunfaron pero no fueron; y veía no obstante con los ojos cerrados que nada habría valido mañana si hoy se resignara, si hoy cediera a la tentación de la indolencia, si descargara la pasión volátil por los aires y se sintiese liviano por un instante que pesaría luego enormemente para siempre y continuaría engordando, parasitando la esperanza, la memoria, el espíritu, fagocitando ideas, defecando miradas torcidas y cinismo en las más húmedas concavidades de su alma, de sus amores, de sus innúmeros tesoros escondidos, de su capacidad de sonreír y volar siquiera por un instante saboreando el almíbar de las nubes bajas;

y lloraba entonces pero ya sin amargura, expiando en lágrimas la vocación inmediata de sus fuerzas de drenarse a tierra, y de repente ansiaba y sonreía; y desde el centro del aire ya opaco entre sus manos, uno y otro color aparecían; y la incertidumbre, y la esperanza, y la desazón pero una mirada de amor, y el espanto y el horror pero el abrazo y algo de calor y el ritmo, y la mierda pero la vida misma y un amigo, y el caos girando vertiginosamente en derredor pero uno quieto, bien quieto, bien quieto pararrayos a veces en el centro de la nada, y la belleza del relámpago y de las noches blancas y la búsqueda tronando en las aceras destiladas, y el crepúsculo de nacimiento y ocaso en el horizonte como todo, tornando experiencia sensible la posibilidad inverosímil de una meta.

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