domingo, 26 de abril de 2009

Tras los pasos de mi Templo (III)

iaIr menachem, Iár 5765

Me restaba una enorme esperanza de silencio. Y los bolsillos rotos como tantos sueños que ya no albergarían más; y la madre putativa del tiempo rindiéndose ante la certeza. Un ardor de tristeza, producto de veinte años sin la clemencia del olvido; un cansancio que se quería fatal mas le faltaban agallas; un rinoceronte dibujado en una sesión de terapia; un manantial nunca visto y las primeras páginas de un libro que nunca podría escribir. Restabas en un crepúsculo que sabría a alba mientras la noche no le segara el aliento.

Venir ahora a descubrir la identidad létrea del cosmos habría sido una ironía magnífica. Mas no era ironía, sino escrache furibundo contra la espada del silencio que me oprimía las sienes desde que tuve oportunidad de nacer. Adina rompió la cuerda de acero, y la subversión del mundo trajo a todos mis hermanos a flor del polvo miserable de esa vida, de retorno. La perplejidad duele más que el sufrimiento patente, hasta que la felicidad hipnótica rompe las corazas del ruido y te hace ver la verdad que, claro, no está ahí donde posabas los ojos antaño, sino donde tus pies.

Duerme, miserable. Duerme y no molestes. El grito me ensordecía; su voz mortecina crispaba los tejidos de mi cuerpo y me instaba a despertar. Esa noche vi en tus pupilas el corazón del templo austero que latía, y supe que pariría un amanecer feroz. Isso decía que la luz es invisible, y que por eso es luz; que, de lo contrario, se dispersaría entre todos los videntes, y no quedaría con qué alumbrar el tormento de la conciencia. Jorge reclamaba a un cliente el pago inmediato de un cargamento de telas; Dina danzaba un ritmo inadmisible por toda melodía. Estaban los demás, en derredor, para evidenciar que estábamos vivos, que había que seguir caminando, siquiera para escapar a su presencia.

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