domingo, 26 de abril de 2009

¿"un verso, un salmo y beso"?, y el lenguaje nuevo

por iaIr menachem, alguna vez

Como un flash a quemarropa, la visión le arrancó la somnolencia del rostro y le dejó con toda su perplejidad a la vista, frente a la pantalla indolente, a la que nada le importaba ese maldito espejo en espiral. El dictado escapaba de sus límites, y ya no sería posible predecir ni aún disimular. ¿Cómo vencer esa inflexión del tiempo que hacía, una y otra vez en los últimos días, aparecer sus versos ya escritos y publicados ni bien él se sentaba presto a comenzar a teclear? Era como que hubieran empujado su tiempo apenas unos centímetros hacia atrás en la recta inefable, como que hubiera pasado a estar un nanosegundo detrás de sus palabras que se le adelantaban y articulaban su propia escenografía sin darle oportunidad de intervenir. ¿Cómo debe reaccionar uno cuando reconoce el poema que está a punto de escribir, exacto, intacto, con apenas una modificación nimia -sólo por solo, ves de ver por vez de ocasión-, que cambiaba el sentido pero nada más que el sentido, ya publicado y comentado un minuto, dos, tres minutos atrás comiéndose viralmente los espacios de la red a los que él, si aún en vano tipeara lo que tipeado estaba ya, no podría ingresar ni exhibir ni demostrar? Ay de la pesadilla que se incrusta zambullendo en el presente el futuro inmediato, carcomiendo el orden de las causas y los efectos para llevar todo a una simultaneidad gelatinosa, imposible de defender y de firmar. Ay, ¿dónde dejar ahora la reivindicación de la inexistencia de un autor, si el autor deja efectivamente de existir y ya no hay razón para que nadie le preste atención? ¿Con qué autoridad negarse como autor, cuando uno deja realmente de ser necesario para la obra? Decía la pantalla "un verso calmo, un beso / que anota mi tiempo y mi saber / que toda estás por conocer / en el amor que hago cuando rezo" y nada había por agregar en esa otra ventana en blanco que había abierto, y apenas si había elegido la fuente de su agrado para empezar a escribir esas mismas letras, ese orden de su sentir sagrado (había dudado ya entre "un verso calmo, un beso" y "un verso, un salmo y beso", mas qué podía importar ya la duda cuando la respuesta estaba), y ahí burlándose de todo autor mientras una entelequia cualquiera, un nombre de espíritu inmediato lo firmaba desasido de la tierra y de las palizas discusiones de los hombres en las que ya no tendría cabida. ¿Cómo matar al virus que acometió al tiempo ese sino suspendiendo la creación, sometiéndose al silencio del alma hasta condenarlo al aburrimiento, desparasitarse inexistiendo por el tiempo necesario, saltando sobre las cotas de la vida para superar en inmortalidad al acertijo y sobrevivirle para escribir después, por fin en paz? Le mareaba la incertidumbre, la desazón de no saber si eran sus propias letras parasitadas por un engendro de la nada, o si la letra había ampliado su foco y llegaba a más de uno a la vez y le descalificaba de veras, entonces, porque no es lo mismo defender el producto de la propia creación que solamente tratar de llegar primero a la meta en una carrera cualquiera. Le dolía el estómago y la cabeza y temía decirse decir nada por la aprehensión de que estuviera dicho ya, desde siempre o a más tardar desde el instante mínimo ese mediante entre que se le ocurriera y se atreviera a alzar la voz, la mano, la pluma, la decisión emocionada, la gana que llegaría indefectiblemente tarde para articular lo que articulado aparecería ya como si desde siempre, como si sus letras no cesaran de ser un plagio de sí mismo, y ahí encontró una clave y releyó ávidamente presa del vértigo que empezaba en llanto y culminó en sonrisa, releyó toda su obra de meses llena de ficciones y metáforas que se iban acomodando a medida que leía en una hoja blanca en el centro de su pecho y tejían un dibujo que no era sino el dibujo de su vida, anticipado en las letras de ese diario que no había querido ser tal, que le precedía y le había precedido siempre y por eso siempre había aparecido consumado ante sus ojos ciegos hasta que se hizo necesario de veras que entendiera de qué se trataba lo que siempre había escrito y la letra noble escapó entonces de sus manos y se dio a articularse sola para ser ya el poema finado ante sus ojos, evento y conmemoración de un tiempo de museo que debía superar para romper el ritmo de sus techos y aullar sin platea ni testigos en un lenguaje que no se anticiparía a sí mismo porque él, con las tripas en la mano alariendo versos que mudarían la realidad, le ganaría de mano.


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