domingo, 26 de abril de 2009

La Profecía de Caperucita Roja

por iaIr menachem

Caperucita Roja representa a nuestra generación del pueblo de Israel: una niña inocente y bella, que ignora gran parte de cuanto hay que saber, y que incluso se cubre la cabeza, aunque su kipáh es ahora "roja": no negra o blanca, como solía ser antes toda kipáh. La mamá de Caperucita es la generación que nos precedió, que con enorme sacrificio y desde una completa precariedad, logró establecerse (en comunidades organizadas, e incluso fundar un país) y asentarse en su "casita del bosque": una vivienda pequeña, en medio del bosque, que representa a la oscuridad, al peligro, al enemigo que acecha.

La generación de la mamá de Caperucita tuvo por una de sus características clave un gran descenso en el conocimiento y el cuidado de la Toráh en el pueblo de Israel. Había miseria, necesidad de integración en sociedades nuevas, traumas de la guerra, y una enorme confusión intelectual. Mas la generación de Caperucita, que ya nació con otra estabilidad, otra dignidad, otras herramientas, comenzó el proceso de retorno. Y su mamá, entonces, le dio las instrucciones: sucede que la abuelita (la sabiduría ancestral) reside más allá de todo el "bosque", accesible sólo tras haber traspuesto todos los peligros (todas las "klipót" o cáscaras de la "tumAh" o inmundicia, generadas por la desviación de Israel respecto de la Toráh), y especialmente el peligro del lobo (el enemigo más feroz de todos y más cercano). La abuelita se encuentra muy debilitada (porque la Kedusháh obtiene fuerza para incidir en el mundo, sólo a partir de nuestro contacto, nuestra supeditación, nuestra atención a ella; y hace tiempo que la abuelita vivía sola y abandonada), de modo que no es esperable obtener de ella palabra ni indicación alguna, y menos que menos gratificación, si no se llega hasta ella con alguna ofrenda: con "una torta y un tarro de mantequilla", que podrían aludir a la ofrenda de minjáh; o con una canasta de frutas, a semejanza de los "bikurím" o primicias que traemos los iehudím al Beit-HaMikdásh en Shavuót, precisamente cuando revivimos la recepción de la Toráh.

Caperucita toma sobre sí el desafío: hay que allegarse nuevamente a la sabiduría de la abuelita. En el camino, se entretiene con la belleza de las flores silvestres (porque no tiene plena conciencia de cuán urgente es llegar hasta la abuelita) y se encuentra con el lobo feroz, muy sonriente él. El enemigo más temible aparenta espíritu positivo y nada en él recuerda a la voracidad cruel de sus colmillos. Pero sólo está tendiendo una emboscada a Caperucita, y no sabe que al final -dictaminado está ya desde el principio- su emboscada se volverá contra él, y unirá a Caperucita con su abuelita, y con todo los secretos que su abuelita ha atesorado para ella, ya por siempre. El lobo la interroga acerca de sus intenciones, y Caperucita, inocente y confiada, le revela: voy a producir la GueUláh, voy en busca de la redención definitiva (en la que ya no ha lugar a lobos, sino que el bosque se convierte en un lugar de luz y bendición, manantial de abundancia y felicidad). ¿Por qué el lobo feroz no la devora allí mismo? Porque hay leñadores, hombres superiores en coraje y en vigor, próximos dentro del bosque, y no es posible escapar a su brazo de justicia: si devora a Caperucita en donde ellos vigilan, será muerto a sus manos.

Se dice el lobo a sí mismo: voy a devorar a la abuelita (ésto es: voy a hacer que Israel no logre jamás retornar a la luz de la Toráh), y entonces, lograré apoderarme de Caperucita también, en la casa misma de la abuelita. La exquisitez del último detalle le fascina, y la disfruta de antemano farullando en el camino. Presto, valiéndose de artilugios y engaños, invade la casa de la abuelita (ingresa con buenos modos para apoderarse violentamente de los lugares sagrados más intensamente significativos de Israel), y efectivamente devora a la abuelita; ésto es: hace desaparecer toda evidencia de Luz que subyazca a la oscuridad; de aquí en más, sólo la fe en la información que nos llegó por vía de mamá (por la vía afectiva, por lo que mamamos ya de sus vivencias o de sus recuerdos) podrá sostenernos en la certeza de que, en casa de la abuelita, la abuelita tiene que estar, y está allí aguardando por nosotros.

Llega Caperucita a casa de su abuelita, y el lobo, con la abuela entera en la panza, la espera en la cama, metido en un disfraz de "abuelita" que ha de sentarle completamente ridículo. Caperucita sabe muy poco de su abuelita, y es inocente. El lobo disfrazado la invita a acostarse con él: Israel en el lecho mismo de lo inmundo, en la cama del mal, y sin advertirlo aunque debiera (claro está, sin advertirlo mayoritariamente, pero hay quienes sí lo notan e intentan evitarlo por todos sus medios). Entonces, aunque la apariencia del lobo es un engaño más que evidente, ella lo cree en principio. Una vez en la cama, con la observación, sus sospechas crecen, pero aún así, muy civilizadamente, se limita a preguntar. Hasta que el lobo termina exasperándose por la civilidad ingenua de la niña, y de un manotón terrible que dejaría atónito a todo quien lo viera, la atrapa y la deglute, entera y completa. Hasta ahí llega, según dicen, la versión de Perrault (1697), basada en una antigua fábula popular, y cuyo "peshát" apunta a enseñar a las jovencitas a no hablar con extraños, y abstenerse de toda promiscuidad. Como exquisitez singular al margen, sucede que el nombre "Perrault" en su pronunciación francesa se escribe en hebreo péi-reish-vav, letras que también componen la palabra "púr": sorteo, destino dirigido por el azar.

Mas como no hay azar en el destino, acudieron en 1812 los Hermanos Grimm (en hebreo, guimel-reish-iod-mem, cuyo valor numérico 253 equivale a "nagár": carpintero, el punto más alto en el proceso que comienza con el leñador talando un árbol: símbolo del poder creador, de la inteligencia y del dominio del hombre sobre la naturaleza que el Creador ha puesto a su servicio) a establecer que Caperucita, y antes aún la abuelita, fueron devoradas enteras, al punto que parecen haberse perdido del mundo, mas en realidad, están a salvo y sin daño, mientras el lobo cree que ya las ha comenzado a digerir, y festeja salvajemente, como festejan los lobos, y aúlla sin parar (también proponen otra versión posible en que, ante el peligro terminal que corre Caperucita, la abuelita -la Toráh- despliega de pronto todo su poder oculto y acaba con el lobo).

Tanto aúlla el lobo, que despierta la atención de un leñador: un ser superior, que tiene poder sobre los árboles y sobre los animales; que es solidario y siente misericordia. El leñador "justo andaba por ahí", por los alrededores de una casa en la que sin duda no habría árbol alguno que talar. El leñador había asumido (o le había sido conferida) la misión de merodear alrededor de la casa de la abuelita, con la advertencia de que pronto llegaría su momento de actuar. Los aullidos del lobo conformaron la señal. El leñador se hizo presente en la casa, sintió las voces de Caperucita y de la abuelita, inseparablemente juntas, que suplicaban ayuda sabiendo que no tenían posibilidad alguna de valerse por sí mismas, y supo qué debía hacer: de un tajo preciso, profundo y certero (que sólo el más hábil y sereno de todos los leñadores podía haber asestado con un hacha, aunque su apariencia fuera ruda), a una vez acabó con el lobo y liberó a Caperucita abrazada a su abuelita; y hasta aquí se atrevieron los Hermanos Grimm.

Mas a mí me han contado que aferrada a su abuelita salió Caperucita libre por fin de toda amenaza y de todo peligro, apenas comprendiendo que ese abrazo le había valido ya la enseñanza más luminosa de toda la historia, y soprendiéndose de la intensidad de la Luz, y de la sonrisa del leñador que parecía un Rey, y de cómo de pronto había rejuvenecido la abuelita y toda ella despedía una aureola de salud y felicidad, y el leñador la miraba con arrobo. Y entonces Caperucita se asomó a la puerta de la casita de su abuelita, que daba al bosque, y pudo observar ya cómo el leñador, con gran pericia y regocijo, auxiliado por otros muchos que se veían como se veía antes él, reordenaba los árboles y extirpaba los yuyos nocivos, y reacomodaba el bosque por completo de modo tal que, en lo sucesivo, fuera lugar de bendición próspera y felicidad, y su sendero central permitiera la comunicación permanente entre la casa de mamá y la de abuelita, al punto que fuera posible verse y aún hablarse entre la una y la otra, que mágicamente acababan de aproximarse hasta el punto en que el bosque adquiría apariencia y carácter de jardín. Y claro está, el leñador se casó por fin con Caperucita, quiera Hashém que muy pronto nos estemos diciendo Mazal Tov.


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