iaIr menachem, Siván 5763
De pie, mecerme suavemente, girando el torso a derecha e izquierda, con los ojos cerrados. Las palabras suenan de color en la conciencia, que las dirige a los labios en silencio.
¿Te acuerdas? Dios era temor y certeza cuando éramos niños. No hacía falta nombrarlo. Ni verlo. Ni decir que bellas eran las cosas bellas, ni perdonar la fealdad donde la belleza no se hacía evidente. Eramos niños, y aprendíamos el mundo como éste se nos daba.
Conozco el ambiente. Las paredes vestidas de libros e inscripciones que invocan el quehacer sagrado, la comunión tácita de voluntades aclamando la verdadera fuerza, levitando las conciencias hacia un horizonte vertical de luces ciertas. Hay un oficiante en el centro, que dirige la plegaria. Es azul, índigo escapadizo, a veces púrpura. Somos muchos, somos nadie, somos uno. Pregúntale a cualquiera. Pregúntale al silencio y a la música que tejen las fibras del aire, que nos succiona hacia el no-lugar, indiferente a techos y paredes. Por un decilitro de tiempo somos conciencia mediante entre el Alef y el agujero negro, entre la nada y el todo. Cada pensamiento señala a otro lado, y la colección de esos lados es como aquellos entretenimientos de cuando niños: une los puntos a los que se dirigen todas las miradas, y obtendrás una figura, inverosímil de tan clara. Y esa figura está en otro lado, y tú también estás en otro lado.
Al inicio del trabajo, se abre un vacío entre los pies, que es llenado inmediatamente por letras de luz. No deja de estar vacío, mientras es luz. Es que la luz es el lenguaje en que se dice el vacío inconcebible. Y el milagro de la ingravidez se sostiene mientras se sostenga en tí el milagro de la luz. Hay un punto fijo, muy claro, del que todo pende. Una voluntad única, a la que suplico abrir mis labios, poder hablar, poder decir. Prometo decirme.
A mi promesa se abre, entonces, el otro extremo del camino. Hay un vacío con forma de corona que tiende hilos de luz desde sobre mi cabeza hasta las letras de luz entre los pies. No siento que los rayos me toquen, y no obstante, me convierto en reflejo de su color. Estoy ubicado, por fin.
Recuerdo cuando todo era posible. Cuando cualquier no del mundo era visto como un capricho, y caprichosamente respondido. Cuando el ¿por qué?, ¿Por Qué?, ¡¡¡!!!. Cuando no había razón que valiera contra la voluntad inmediata. Cuando sabía que lo que imaginaba era real. Cuando aún no me habían confundido.
Hay un segmento de recta, en el entretejido infinito, que me contiene porque pido hablar, y el verbo me ha sido concedido. Mi silencio es tan bullicioso como el de todos en derredor; musitamos todos el mismo código, y cada uno dice, desde sí, algo distinto. La fórmula cambia de valor al desplazarse la circunstancia un año, un metro, una cana, una lágrima, un deseo, una entrega, un adiós. Ninguno de los discursos, iguales todos y distintos, tiene sentido sin esa maravillosa visión en perspectiva que nadie sabe, y que todos intuimos. Una turgencia pegotea las palabras que apenas salen de nuestros labios, y las ectoplasma en la fragancia que nos une.
Haz el esfuerzo y recuerda: el pájaro loco corriendo raudo toda una llanura que de pronto se quiebra en un abismo infecundo, y él no lo nota y sigue corriendo mirando hacia delante. Y a mitad de camino, cruzando a paso cierto y ágil el abismo, se le ocurre mirar abajo; no mira abajo porque flaquee, sino que flaquea recién tras mirar abajo. Advierte el abismo, y entonces cae. ¿Cae en..., cae por el abismo que estaba allí, o cae por adquirir conciencia del abismo? El abismo en que se cae, ¿dónde está?
Estoy solo (no hay, no hoy). Todos estamos solos aquí, y todos somos uno de algún modo. Estoy (siendo) en la certeza de que eres, y entonces no hay abismo. Desde mis ojos cerrados veo las líneas del dibujo que conformamos, reflejando el otro dibujo, el que intuimos en lo alto, que con sonrisa cómplice nos abstendremos de comentar. El hechizo no se toca. Estoy solo y atrevo mis primeras palabras: asumo mi condición de hombre, en la inexplicable totalidad del Todo. Sé que el Todo es provisorio, siempre, eternamente provisorio: sólo su unidad es permanente. Plantado frente al Uno, reconozco la voluntad tras la naturaleza ciega, la causalidad, la fuerza motora de cada respiración, cada movimiento, cada anhelo. La fuerza me remite a la piedad en expansión, al rigor que constriñe; a la belleza por fin. A la grandeza, a la fuerza; a la infalibilidad terrible de su combinación. Hablo al Gran Paradigma, al sujeto de la única acción posible. Excedo maravillado, hacia acá, la tercera persona; resbalo hasta la segunda. Nada hay más allá de ella que no sea el tiempo que me sustancia y me conforma. Fuerza. Tú, las cualidades impresas en mi instinto, en el movimiento de mis manos, en la acción de mi palabra, en la acción, en la palabra y la acción y la cosa en movimiento, tú, tú y el puro gusto de la luz y patino leve sobre las fauces de lo que antes era acaso un abismo y se ha pintado en mi conciencia de suelo caminable. Al extremo de la segunda persona hay una muralla enorme, infranqueable, a cuyo través sólo puedo saber que he pasado cuando me advierto del otro lado, donde todo es Yo porque yo no soy sino Yo que éramos todos antes de reunir en compacto Yo a los hombres y las cascadas y los montes y la nieve y el alto y la humedad y las arenas y la pasión y el ancho mar y las figuras del ensueño.
El Nombre todo lo da desde su ser Piedad. El Nombre todo lo toma, desde su ser Rigor. El Nombre se viste de los nombres de todos mis ancestros, de los nombres de mis órganos, de los nombres de mis lenguas, de los nombres de mis tiempos. Cada línea une pasado, futuro, sintiempo, allá, aquí, ninguna parte, en todas sus combinaciones binarias. Cada palabra se dibuja hacia la cima en que se reúnen y se devuelven todas las palabras sin cesar. El arte del verbo está en la conservación del trazado, del dibujo de los canales. No se obturarán mientras fluyan las palabras a su través. Si se obturaran por un instante tan sólo, el dibujo todo se oscurecería, y tras la luz abriría sus embozadas fauces el abismo.
Haz memoria: ¿te acuerdas de mañana, cuando serás rey, ingeniero, científico famoso, filósofo errante, inmortal, pérfido silente con cara de granito, cucaracha, Popeye el marino, Viernes, la manzana sobre las cabezas del hijo de Guillermo Tell, un libro que nadie abre, el mejor amanecer, Venus, la redención de los hombres de traje gris, una barba, un puñal, El Profeta, el capitán Nemo, la codicia, y todo ello estará bien? Haz memoria, por favor: ¿te acuerdas del lenguaje de mañana?
Yo abrimos en silencio los canales del saber; nos colgamos del Gran Dibujo; pido juntos entender. La luz de la mente se corre en el filo de una línea que le une a las letras de los pies. Yo somos la palabra de esa luz dicha cosa que pueden por fin mover las manos, porque la cosa es sustancia entre mis pies. Se dibuja en nuestras faces el milagro de recibir pidiendo dar, el milagro que habilita la belleza, que abre los espléndidos portales de la emoción genuina, unitiva, implacable. La belleza que abre a las piernas la visión de la victoria reverberante, que no podrán negarse a caminar; que las convierte en columnas que sostienen el edificio templar capaz de dibujar en su simiento la cimiente de una idea original. El dibujo se traza sobre sí mismo una y otra vez dragando los canales de la luz, hasta hacer lugar para soltar sin riesgo los diques que retienen al torrente del deseo, que se volcará desde el Yo recóndito de todos hacia arriba para ahogar y exterminar y asfixiar y anegar al feo y poderoso mal y convertirlo en la espada que burila el corazón de cada uno de Yo para descamar la piedra y liberar la belleza íntima que late, la belleza que ríe, la belleza virgen y tímida que llora.
Entonces, por fin, podrá el deseo fluir en paz, y abrirá cañones en la tierra que era antes de acero impenetrable, y el oro de la tierra reverberará las palabras de la luz que andarán a paso calmo recomponiendo, repasando el trazo del uno y corrigiendo los defectos de la letra, en calma ya la del silencio húmedo y fértil en que ha dejado a las tierras del verbo la batalla culminante.
¿Te acuerdas cuando eras un viejito sabio? ¿Cuando sabías todo lo que querían decirte que ignorabas, y sólo ignorabas cómo decirlo de modo tal que ellos lo comprendieran? ¿Te acuerdas cuando lo que de verdad querías había que pedírselo a nadie? ¿Te acuerdas cuando te asegurabas que estabas solo, y entonces las palabras que decías te convertían en lo que deseabas sin testigos, y sin necesidad de más artificio que tus ganas de decir?
Sólo queda agradecer la bendición de plenitud. La plenitud de la plenitud se llama Shalóm. La bendición sabe a un sombrero cónico que nos envuelve, enteros, a Mí, que somos Todo que por vez primera, cada vez primera, accede a sus contornos de otro modo imposibles. Resta el último viaje sobre la Tierra, que se apoya en el Tiempo, ahora que puedo caer sin red sin dejar de ser quien Soy, sin dejar de ser la red, sin dejar de ser el suelo que me recibe diciendo que no caigo. El secreto que quería decirme, acaso sin saberlo, el pájaro loco. Sólo queda, porque sólo ahora tendrá sentido hablar un instante desde mí, que te sé tú, a cada tú, hablando a El, que sabe Yo, ahora que hemos dicho juntos el parto que nos habilita a manejar el tiempo.