iaIr menachem, 1994
Era una noche oscura y silenciosa, de ballenas que
cantaban loas ante el altar de las deidades de bajo el mar. El
mugido persistente de las nubes bajas que clamaban su propia
disolución, zumbaba en la penitencia de los tristes pobladores
del hormiguero.
Más de una voz debiera haber callado a tiempo, para
que sus ecos se apagasen antes de este instante. No menos de uno
debió aprender a hablar, y no tuvo tiempo. La radio mecía las
ideas de la gente otrora expectante, que aguardaba el desenlace,
la consumación de la espera para volver a mirar todo con cinismo
tranquilizador.
Los claroscuros de la luna asomaban pudorosos desde
la mentira del vacío. Una Venus pérfidamente dilatada clamaba a
las nubes su desdicha. Las nubes... Aquellas nubes que nada
hacían por deshojar su fastuosa esperanza de estar siendo oída,
en justamente ese crepúsculo, añorado desde siempre y singular.
Afrodita se levanta desde la tierra incestuosa,
esclavos del viento y por ello libres sus cabellos cobrizos; e
increpa su cuerpo adorado, su piel salada, a las profundidades
del océano.
Un monstruo cadavérico, muy cerca de ella, hurga un poco
más en el fango para hundirse en dirección a los manantiales de
fuego.
Afrodita sabe que es. Los minerales del viento han
hecho ubicua su figura en los espejos del deseo. La maleza triste
del adiós, que alguna vez pintara de savia sus intimidades para
cobijarla en el universo de los mitos felices, la ha abandonado;
ha desarraigado su pasión de los jugos dulces de la tierra. La
higuera retorcida y el poderoso limón le estarán vedados desde
ya. La penetración de los sones cautivos, de los llantos eunucos
que poseyó, se vertirá en diversión de otras ansias, por orden
superior.
¿Pero qué es esa orden superior? ¿Quién el ignoto
superior que desnuda mi historia y la desprecia? -murmura peli-
grosamente-.
La llama de sus pupilas oscuras amanece con la tristeza
del mar.
Su ombligo sudoroso busca refugio en los pliegues de la
barriga plana. No. La petulancia de tanta belleza hecha cuerpo,
hecha destello fatuo de innúmeros altares, no podría acceder a la
redención de un mundo miserable.
¿Y si me voy? -pregunta Afrodita. Clavel del aire
-suspiran las ballenas, sin atreverse a interrumpir el ritual con
su reflexión. El portentoso trueno denuncia al mito que se niega
a caer.
La lluvia se contiene aún, en medio de la excitación de
toda la Naturaleza.
La belleza se contrae. La tormenta no logrará pres-
cindir de ella. La batalla, el milenario ritual de su pasión, se
ha desencadenado nuevamente. La piel de la hermosa ya sin nombre
relampaguea tomando fuerzas del azar. El radiante poder de sus
muslos de miel amenaza con devorar la Tierra. El trueno gime
desde las alturas temblorosas. El vértigo se expande y el ronco
rugido de la espuma borboteante extrema la tersura de sus senos.
La garganta del mundo se reseca mientras el aire se hace néctar.
En un beso peligroso, se deleita con las pulpas y
los aromas del cosmos que llora y tiembla y late desesperado. La
matriz de la historia hecha sol llora y suplica fecundidad, pero
la diosa Pan lo puede disimular aún. Parada sobre todo, hecha
carne pronta al milagro de la vida, encandila a los dioses y a
las leyes, al Universo grave y ausente humillado por el pánico y
el deseo y el dolor. La lubricidad del espacio se hace canal,
volcán de tiempo que arde y consume a la bruma y a la razón.
Y la vida se echa; su ígnea cabellera seduciendo a
los usos y las costumbres que alguien declamara en las plazas; la
dulce orfandad de su matriz abarcando el firmamento, incorporando
los vientos que bufan y resoplan al borde de la erupción.
Las nubes se derraman febrilmente dentro de ella,
inundan las cavidades placentarias que desde siempre añoraban,
entre aullidos de gozo que parecen andróginos en la fusión, en la
pureza terminal de una unción por la que tantos altares habían
abrigado fuegos sagrados y devoción.
Y luego sale el sol.
Y un capullo sonrosado cerca de la madre Tierra, se
abre, tiernamente.
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