iaIr menachem, Siván 5763
Perseguí una canción por la noche. Bajo la luna en creciente peligrosa arrimándose al cenit, el sonido mnemónico de un blues llegó cruzando el Parque de la Independencia desde abajo hasta la calle Hilel, donde estaban apostados mis oídos. Era noche tarde y era también día, tras la jornada sin sueño, y Gan Haatsmaút se veía con esa tenebrosidad infantil de los peligros que viajan a cualquier parte dentro de uno.
- Papá: ¿por qué toman ese color las estrellas?
- Ierushalaim se divierte, hijo.
Había culminado Shavuót, y con ello, la vigilia que la noche extendiera hacia el día, junto al Kotel Hama'araví: noche completa de estudio al fresco de la piedra hiperexpresiva; noche de enumeraciones que deleitarían al Borges de la enciclopedia china que trazaba la taxonomía de todo lo que vive, ese Borges al que tanto quería Foucault al inicio de "Las Palabras y las Cosas": noche de enumeraciones de cosas que nacían de las palabras dichas por cada cosa que poblaba nuestra noche que articulaba un mundo todo. Noche disonante: un lenguaje diurno nos aproximaba a los quehaceres del mundo desde fuera, y los altoparlantes se nutrían silenciosos de un quedecir que vestirá acaso de gloria la luz de uno de estos días.
- No, hijo; está prohibido aprender el lenguaje de las aves, el de los insectos, el de los gatos, el de los rayos de la tierra.
Así había pasado la noche anterior, postergando el amanecer a empujones, erigiendo diques de palabras para frenar la luz inexorable de un día que tornaría pasado culmen la vigilia de introspección enumerativa, de investigación calma en el no-lugar que deconstruye el tiempo en unidades fractales intensas como agujas de hielo y fuego; y había pasado la noche y mirábamos con angustia el firmamento azul oscuro y turquesa calmo y profundo y por fin inexorablemente celeste estrellándose contra las matas tupidas de flores violetas y blancas que crecen en los intersticios de piedra que late en el muro que habla, todo el tiempo, sin cesar. El tiempo se reivindicaba y nos sometía a la naturaleza del lugar, y multitudes diurnas acudían y de pronto llenaron la explanada de sus pasos y sus gritos de muchedumbre diamantina, y todo lo que era uno se hizo una masa desgranándose en miles de órbitas individuales que nos ponían la cabeza a girar, y ya nada quedaba por hacer ahí, porque nos habían cambiado el ahí.
El cansancio había sobrevenido entonces como respuesta al extrañamiento. ¡Ay, si la noche se hubiera prolongado diez, cincuenta, doscientas horas más! ¡A dónde no habríamos llegado surcando el no-lugar! Izamos nuestro deseo al hombro y atravesamos, transparentes, la multitud de sombreros y faldas, de súplicas y risas y peripecias amarillas que se derramaban sobre el suelo, que la noche había vestido de pudoroso gris. El terraplén burbujeaba rojo como la pasión de pies de tantas almas gozando de los postres de la noche que se nos escapaba entre los dedos de las manos, y huía en palabras que callábamos con el lenguaje de los pies.
- Papá: ¿tú hablas siempre así de difícil?
- No, amor: me eligen las palabras, como elige al enamorado el amor, como a los bien dispuestos la paz, como a tí te elige tu sonrisa.
Ayer pasé la mayor parte de la noche persiguiendo un blues por las calles de Ierushalaim. Un blues que asaltó mis oídos al costado del Gan Ha'atsmaút, y salí disparado tras él presa de una voracidad sin límites por esa palabra que decían unas guitarras, un bajo, el timbre de una voz que sonaba enamorada. Crucé el parque hacia el este; todas las enramadas parecían vivas y expresivas. El blues se desplazaba a mi paso, se iba más lejos cada vez; corría más rápido que yo y por momentos se lo sentía esperarme tembloroso a la vuelta de una esquina; lo sentía jadear y me acercaba morosamente, casi en puntas de pies y mente por no alertarlo, y otra vez se lanzaba a la carrera. Atravesó así el cementerio abandonado sobre los bordes del parque, llegó casi hasta la avenida King David, y retrocedió hacia el norte cruzando la pileta de tiempos de los romanos, en los charcos de cuyo fondo alienta esperanzas de resurrección una vegetación inverosímil. Y allí iba yo, silbido y petaca en ristre, tras su rastro.
La noche antes, habíamos estado estudiando, y el Nazír nos había hablado de consagración a un más allá que es posible convertir en más acá, y luego estudiamos las profecías que dictaminaban un hoy en que estuviéramos oyendo aquí las palabras de la piedra que nada sabe y dice todo. En un momento logré acercarme; el blues parecía venir de unos pasos adelante, como una cuadra desde el hotel Migdál Ierushalaim hacia el este; y cuando me acerqué, se posó sobre un grupo de cuatro jóvenes que estaban sentados en la vereda fumando. Me miraron atónitos sin comprender, mientras yo veía al blues en el color de sus sangres, en sus voces calmas y roncas que adoraban algo de que estaban embebidos y desconocían por completo. Abrí mis ojos abiertos y ya no estaba ahí el blues; fumaban aún ajenos a la maravilla, y me miraron cual a quien no está pero aparece, cuando pasé rafagando su sorpresa, persiguiendo el oriente más extremo en que intuí se refugiaría la canción.
De las orejas me llevó el blues rumbo a la Puerta de Shjém, donde la ciudad vieja se abre de ojos al visitante prevenido. Me eludía y se posaba sobre edificios antiguos, tras árboles cuya imponencia era mitad tronco mitad sombra; se metía en automóviles estacionados en medio de un paisaje desierto; sonaba desde altares improvisados sobre el pavimento, que se eclipsaban antes de que nadie los advirtiese. Nos sabíamos y aún la canción me eludía. La noche antes, el Gaón de Vilna me había estado hablando de la importancia de aprender el canto en que se pronuncian las palabras de la Toráh, el ritmo propio de las búsquedas humanas preescritas en un verbo que habla siempre. Había amanecido en el Kótel y un verbo se había disuelto en la memoria del silencio invadido de polifonía. Yo había huido, contaminado del barullo. Dieciseis horas después, acaso dieciocho, el verbo reclamaba triunfante mis oídos, armado de un blues incontestable.
Pasarían aún un par de horas antes de que, remontando Ben-Yehudah hasta Agripas y tomando allí a la derecha, retornara a la expectativa de silencio de la dulce NajlaOt, el barrio que me abriga. Ya casi amanecía otra vez y el silencio me inmunizaba contra el olvido, cuando crucé el portón tras el cual un sendero peatonal se extiende hasta casa, cuando me topé a Gabriel, surcada su sonrisa por dos damas que no cantaban. Si él hablara francés, sin duda le hubiera elegido para saludarme cuando le asalté por la espalda denunciando la coincidencia: Cortázar se reía de nosotros desde un borrador de Rayuela burilado en las piedras desordenadas que nos rodeaban por doquier.
- Papá, ¿por qué los semáforos no ríen?
- Porque sólo existen de día, mi amor, y no saben de amanecer.
Llegué por fin a una zona que me era desconocida, una calle de boliches, y el blues, estallando de modo tal que parecía expandirse para conquistar la ciudad entera, en una voz que subía de tono hacia más allá de lo verosímil y las guitarras y bajos que enloquecían tras ella, resultó provenir, como podría haber sido obvio, de una fiesta privada en el primer piso de un restaurant al que no ingresé. Me paré desnudo, sin rumbo mi quietud y llena de interrogantes nuevas mi búsqueda de la noche, en medio de una calle llena de gente que hablaba un idioma diverso de los míos aunque frecuentaran muchas de las palabras que acostumbra utilizar mi voz.
Apenas un par de horas después, me esperaría Gabriel en una esquina de Shirizli sin saberlo, secundado por la lujuria y el pudor, por el deseo teñido de desazón que se teñía de deseo, y por la temprana pureza que no podía incurrir en el verbo de la tentación. La noche era ajena a la adolescente que acompañaba a su mamá que acompañaba a Gabriel, e incapaz de palabras que lo dijesen, se vestía de noche su silencio. Parado ante la puerta del restaurant de cuyo útero nacía el blues, saqué la petaca de mi chaleco y supliqué al vodka obrar de intérprete y de diccionario. El cielo se hizo del color del blues que me empujó a transitar el parque otra vez, a conversar con los árboles y con la memoria de cada instante diurno pasado allí cada shabát, y yo volvía rumbo a casa, y madrugaba la noche cuando me crucé con Gabriel.
Habíamos estado estudiando las doscientas cuarenta y ocho conexiones, y las trescientas sesenta y cinco desconexiones, que obra el hebreo entre su energía íntima y el mundo a la hora de hacerse uno con el objeto de la Creación. Habíamos aprendido juntos de la sangre y de los animales puros e impuros, y de ofrendas y sacrificios y elevaciones y expresiones de gratitud, y de las leyes relativas al Templo, y del amor a los hombres. Antes del amanecer, habíamos discutido el sentido de la pasión. Y al amanecer siguiente, nos tocaría ratificarnos en el lenguaje de la piel, abordar la vez, el caso, la oportunidad de resistir una forma del verbo en que éste erosiona las ideas. Y lo hicimos.
- Papá, ¿me hablarás del amor alguna vez?
- No he callado desde que naciste; y de ninguna otra cosa he hablado, hijo mío.
El caminaba, dos o tres de la mañana, flanqueado por dos mujeres. Lo sorprendí desde atrás, nos dimos un abrazo, y una de las mujeres, de unos cuarenta años, se presentó a través de identificar a mi amigo como su futuro marido. La otra era su hija, devota de otra vida, que miraba la noche con cara de no entender hacia qué extraña experiencia la estaba arrastrando su mamá en plena madrugada del brazo de un desconocido. La noche antes, habíamos estudiado acerca de las desnudeces que no se ha de descubrir: que ella no estuviera en la lista, fue motivo de una lección que la incluiría, puesto que sólo con el objeto de una exégesis moral nos había sido concedido el conocimiento por la breve duración de la noche. Tras separarme de ellos hablé con todos vosotros: desde la urgencia de la noche que amenazaba amanecer, hablé contigo, papá, contigo, mamá, contigo que has dado a luz a los más preciados tesoros de mi alma; con vosotros, príncipe y princesa de mis días. Hablé con vosotros, mis amigos, poblando de palabras fervorosas la noche ya clara de Ierushalaim, que verdecía bajo el cielo gris y turquesa y me urgía verdades frente al fogón al que la belleza rendía sus secretos.
Te conté entretanto cómo me sentía, y te dije cosas que ya me habías respondido.
Volví a casa y me acosté. Faltaban muchas horas antes de que dos gatos bebé la invadieran, y costara la casi destrucción de mi morada hallarlos, no menos asustados que yo, y lograr sacarlos afuera. La realidad se veía coherente, mas se acomodaba en un lenguaje, en un código, que nada tiene que ver con el que se vive de común. Ya casi amanecía a las once de la mañana cuando entró Gabriel a casa con sus dos damas otra vez y preguntó si había con qué consagrar un "kidúsh".
Yo estaba en un sueño en el que había corrido mucho. Había aterrizado finalmente frente a la barra de un bar que me era conocido aunque nunca le vi, en el que una mujer a la que conocía pero cuyas facciones me son por completo desconocidas, vestida de jeans y camisa violeta y pasada de peso, se columpiaba en algo que estaba colgado del techo. Por alguna razón, yo le empujaba el columpio mecánicamente una y otra vez mientras daba vueltas por el bar buscando algo; y de uno u otro modo, ella llegaba con su columpio al rincón por el que fuera que yo pasase. Salió Gabriel de mi cuarto y salí yo de ese bar, me levanté, me hice de una bolsa con unas frutas parecidas al durazno que acá se llaman nectarina. Previo a salir, me regalé una ducha de agua fría de más de un cuarto de hora. Enfundado en un jean y una remera, salí con mi bolsita bajo el sol del mediodía rumbo a Gan Saquer, un parque enorme de paisajes variadísimos en el que invertí toda mi tarde, ora caminando por el césped cuidado en el que niños y grandes jugaban juegos de pelota y alguna persona solitaria leía (me detuve a observar a varios de ellos), ora escalé lomas con muchísima vegetación de colores que se me hicieron lilas y grises que aumentaron la sensación de irrealidad por doquier a lo largo de mucho rato. Hasta que desemboqué, casi peligrosamente, een medio de un paisaje por completo agreste, en una altura magnífica desde la que se dominaba gran parte de la ciudad, y tenía a mi izquierda la Kneset (el parlamento) y a mi derecha la Suprema Corte de Justicia, y frente a mis ojos, un cementerio abandonado.
Pasé la noche de ayer persiguiendo un blues por las calles de Ierushalaim. Luego de haber aprendido del sentido de la vida y de la muerte, de los rituales de la vida y el silencio de la muerte, equivaliendo en un paisaje gutural.
- Papá, ¿me dirás de una vez de qué se trata todo ésto?
- De hacer el amor en el tiempo, hijito, sólo de eso se trata.
Las luces sabían demasiado blancas en el Kótel, y vino el día y medio siguiente a tornarlas un espectro merecible. Mas fue una misma cosa, un aprendizaje igual, sabernos con el Gaón de Vilna y echar gatos de casa. Todo se une por fin en una única masa de esplendor infinito, desde la que se revuelve la lógica en sus placeres bajos para decirse en algún idioma en que yo me pueda articular ante vos. Es que la cuestión final es devenir capaz de pronunciar amor. Y la bruma, siempre esa bruma que no está, y que teje pasajes a cuyo través andar, una y otra vez, mientras erramos por un destino que tiene por horizonte el quehacer de cada día, de cada vez en que nos llamamos a la acción y redimimos en palabras el recuerdo de cualquier ayer. Que hay que aprender a hablar. Es más: a decir, hijo mío. Y aquí estamos, hablando hebreos, mientras la mordaza se hace polvo.
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