iaIr menachem, Iár 5765
De pronto, una puerta nueva que me supo conocida. Como un mausoleo con sangre corriéndole por las venas; como una memoria enmudecida subvirtiendo por fin la realidad desde el vientre de mi tiempo. Nunca había sentido a mi amigo Marcel y, no obstante, le reconocí de inmediato en un fragor tibio que cambió mi voz y la posición de mi cuello.
No es la mía la única sonrisa. Jorge tiene los ojos dilatados, y le acompaña un maestro Grid. De las escaleras que pendían del cielo, no veíamos sino la huella leve hendiendo la arena fina. Temblaba, cariño mío, con alegría. Los sacerdotes alumbraban un Templo que no estaba allí pero estaría. Nos oímos decir palabras que nadie dice, y se hacían prisa del aire, almizcle llorado por el habla en gotas densas que regeneran la conciencia.
Está allí pero nadie lo ve, cantamos. Cantamos en otro idioma que no sé reproducir. Está expuesto en medio de todo, completo, sin máscaras ni tapujos, y nadie lo ve; sólo tú, sólo yo; sólo ella lo advierte y grita, y también él en su parnaso alza la voz. Se alza en madera forrada de cobre, forrado de plata, cubierta de oro macizo tallado por las manos que por fin ganan su nombre: ahora vemos nuestras manos. Nadie lo ve. Sólo ella lo ve, y lo ve él. Sólo tú y yo. Multitud de hélices surcan el bajo cielo leyendo los planos que se dibujan en la piel de todos. Algunos huyen hacia delante y es su canto de pavor sin fin, hasta que rompen a llorar y derribar su mundo viejo. Otros, más serenos, aprenden la danza y se unen: no se ven las palas, los cinceles, los martillos, no se ven los materiales ni la obra. Sólo nosotros los vemos, sólo los vemos al respirar. Los incomunicandos se visten de un pánico sereno, de la más neurótica certeza; se los ve boyar como a las noches sin luna cazando cada memoria de los crepúsculos que ya no habrá.
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