Entonces nos habíamos parado -nadie sabrá por qué- y presas de un miedo turgente como el que precede al orgasmo, como esa contención en que batallan el alma y el instinto cuando la cima se parece al abismo y éste se siembra de cimas deliciosas, hicimos una reverencia quieta, no fuera a verla él y creer que le estaba dirigida. Pero todos sabemos que reverenciamos entonces y nos postramos erguidos, y lo sabemos porque estamos vivos. La bruma era marrón pero se mantenía a distancia. Bajo toneladas de las aguas peligrosas del olvido, nuestros hermanos habían sido atrapados por el mal y Adina, rodeada su cintura por un cable de acero, hallaba respuestas provisoriamente inútiles pero maravillosas, que no le permitían sufrir.
La memoria del hogar se evocaba en un polvo fino que desprendían nuestros rostros, tal sentimos. Isso hablaba del valor de nuestras manos y ordenaba, acaso sin saberlo, las palabras que podrían secar el mar, suspender el decurso del abismo para arrojar las almas buenas al ruedo de esta lucha desigual e instarnos, desde tanto más arriba por fin, a sonreir con los riñones, con las alas, con el páncreas agraciado por el manjar sin melancolía y sin la tristeza de las noches sin luna que habían durado demasiado ya, todo este último mes, y allá, donde los almófagos, nadie se daba cuenta.
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