iaIr menachem, , 2001
Sabréis de qué hablo si os digo que hay días, de esos mullidos pero fríos (o sea, no los días mullidos como almohadón de plumas frente al hogar candente, sino los igualmente mullidos pero como una gelatina fría de un azul tenebroso), en que uno de buena gana conseguiría un empleo de copista de lo que sea: para evitar el tormento cotidiano de mi hermano Franz , lo preferiría fuera de la burocracia y de la presencialidad por igual. En esos días, uno sacaría de sí ese motor que fuerza a andar por la vida creyendo que uno crea, creando porque uno cree, creando y creyendo contra toda evidencia de viabilidad que se pueda recoger de la realidad.
Hay días en que la gratificación de los buenos libros, del estar aprendiendo e incorporando palabras e ideas e imágenes y conceptos sintiendo que lo enriquecen a uno (y punto: no hace falta más utilidad, de ningún tipo, en ninguna parte), es como posar una pomada balsámica sobre las siempre llagas, es como caricias sin intención segunda y apenas si con primera sobre la cabeza, es como cuando uno se sumerge entero en las frías aguas del océano y le parece sentir el vapor que se eleva desde la cabeza, que se enfría con atroz dificultad a costa de las aguas (pero a las aguas no les importa); es como cuando el zumbido del didgeridoo (o de un mosquito amigo) deja de ser la gota que cae eternamente sobre la cabeza inmóvil y pasa a representar un movimiento continuo, liviano, tranquilizador, compatible con la respiración profunda, casi jovial.
Hay días.
Como la paradoja es de la viabilidad, tengo el empleo de copista. En el último tiempo, me han empleado como copista -de lo que he tomado de ellos por bálsamo- viejos amigos como Kafka, Borges, Sartre, Spinoza, Nieztsche, Unamuno, Manrique, Roth, Raphael Patai, Cervantes, A.S.Neill, León Dujovne, Sun-Tzu, Timothy Leary, Hesse y otros muchos, menos masivamente familiares. Me han contratado para que copie para mí y sienta desde allí, y crezca instalando por mí mismo con su ayuda cada peldaño de la escalera que parece tocarme subir (o bajar: es otro punto que no he logrado aclarar aún).
Tramposos: ninguno provee..... soluciones. ¡¡¡¡!!!! Claro; estoy escribiendo a solas; si estuviera en público ahora con una platea inteligente, lo menos que me lloverían serían abucheos y huevos podridos. porque, ¡¿cómo va a esperar uno que la literatura le provea soluciones?! O... ¿acaso sí? Pero no es literatura la literatura, ni soluciones las soluciones. Hay muy otra cosa en el atravesar los túneles fractales de la conciencia y llamarse de innúmeros modos, fragmentarse como desarmando las piezas de un puzzle que acabamos de abrir y viene todo armado (ah, ¡ja!, mejor lo exponemos así y decimos que lo resolvimos en quince minutos: ¿para qué era que lo habíamos comprado?; ¿cuál de las dos fases -armar y mirar/mostrar- mueve el espíritu lúdico de cada quién? ¿No hay allí un bonito eje para situarse de uno u otro lado y reconocerse/nos?). Mezclamos bien todas las piezas. Es un envión de las manos tirando piezas del puzzle por los aires cada verso glorioso que leemos, cada atisbo de belleza a que nuestra sensibilidad arriba, cada metáfora recordable que es viaje no ya de significado sino de las tripas, aún si a los tirones. Que es serlo también de significado.
Me decía ayer Rafael Altamira en sus "Cuadros Levantinos" (en una edición de mil novecientos y poquito, preciosa, tamaño bolsillo, cuyas páginas he cortado con asombro yo mismo cien años y muchos "dueños" seguramente después) que "el literato no puede ser ya, en estos tiempos" (corría 1897 cuando lo escribió), "sentimental ni lacrimoso; pero sus personajes, ¿por qué no?. La realidad es tan varia, que ofrece ejemplos de todo y sobrepuja grandemente a la imaginación". El literato no, pero sus personajes sí. La imaginación sí, pero la realidad (y sólo hay realidad subjetiva, íntima, convengamos), que se sobrepone a la imaginación.... ¿no? (aquí va una onomatopeya; digamos, un profundo suspiro). ¡Pero si se es los propios personajes!, y se es los ajenos, que devienen entrañables y eso es propios, a medida que vamos armando y desarmando el puzzle una y otra vez guiados por sus códigos y sus referentes y sus lenguajes y, sobre todo, su forma de significar, su forma de decir.
¿Qué está buscando uno, cuando sale a la caza de belleza y sabiduría? ¿La Verdad? (coro de risas). No, no se trata de la verdad, al menos luego de haber pasado las primeras etapas del proceso, que también pueden ser eternas. Se busca el transporte, la traslación, el upgrade,.... La Metáfora; se busca el significante capaz de soportar digna y armónicamente nuestro significado; se busca el lenguaje ansioso de portar nuestro sentido. Y claro está, nunca se encuentra, y por eso sigue el tiempo, o se sigue estando sometido al tiempo, que es estarlo a la sucesión.
Fue el "Job" de Joseph Roth (1894-1939) en edición Bruguera - LibroAmigo el que me despertó a esta reflexión, y del que quiero obsequiaros esos párrafos que inevitablemente debí marcar a lo largo de mis recorreres por los entretextos del texto, por la tristeza en el fondo de lo feliz cuanto de lo feliz enmarcando y resaltando la tristeza. No importa a tales efectos ni el contexto ni lo que estas letras dicen en régimen de literalidad. Importa (a mí me importa, que es de lo que hablábamos) lo que pasa en el movimiento, en el trazado, en eso que justamente voy dando tantas vueltas para tratar de decir que resulta inexplicable.
A la hora de las citas, con ustedes, algunos pasajes del "Job" de Joseph Roth, con otro par de amigos que dejan sus breves comentarios al final.
p.24:
"Desde aquel día se acabó el placer entre Mendel Singer y su esposa. Se acostaban igual que dos personas del mismo sexo, dormían durante la noche y despertábanse sin más por la mañana. Sentían vergüenza mutua y permanecían silenciosos como en los primeros días de su matrimonio. El pudor que se hiciera presente en los preludios del placer conyugal, aparecía nuevamente a las finales".
p.41---:
"Durante largo tiempo le había parecido la misma que el día de la boda. No había advertido cómo la carne de sus mejillas se cuarteaba igual que la argamasa enjalbegada de una pared; cómo la piel se le tensaba en torno a la nariz para colgar tanto más fláccida bajo el mentón; cómo los párpados se le iban arrugando por encima de los ojos hasta formar auténticas redecillas, y cómo el negro de sus pupilas se iba transformando en un tono pardo más bien frío, prosaico, calculador y desilusionado. Un día, no recordaba cuándo -quizá aquella mañana en que, aunque dormido, sorprendió a Deborah frente al espejo con sólo un ojo abierto-, un día se le iluminó el cerebro. Estaba viviendo algo así como un segundo matrimonio, pero esta vez con la fealdad, la amargura y la senilidad progresiva de su mujer. La sentía más próxima que nunca, casi como en su propio cuerpo, inseparable y eterna; pero insoportable, atormentadora y hasta un poco odiosa. De una mujer con la que sólo se unía en la oscuridad, se había transformado en una enfermedad unida a él día y noche, que le pertenecía totalmente, que ya no necesitaba compartir con el mundo y cuya fiel enemistad lo iba aniquilando. El no era, en realidad, nada más que un maestro. Lo mismo que habían sido su padre y su abuelo. No podía haber sido otra cosa. Denigrar su oficio era, pues, atacar su existencia, borrarlo de la lista de los vivos. Y Mendel Singer se oponía a ello".
p. 105:
"'¿Qué tengo yo que ver con esta gente? -pensó Mendel-. ¿Qué tengo yo que ver con toda América, con mi hijo, con mi esposa, con mi hija y con este Mac? ¿Sigo siendo Mendel Singer? ¿Dónde está mi hijo Menuchim?'. Tuvo la impresión de haber sido expulsado de sí mismo y de que en el futuro viviría expulsado de su propio ser. Tuvo la impresión de haber sido abandonado en Zuchnow, al lado de Menuchim. Y mientras sus labios sonreían de nuevo y su cabeza volvía a temblar, su corazón se fue enfriando lentamente y empezó a latir como un mazo metálico contra una superficie helada. Ya estaba solo Mendel Singer: ya estaba en América...".
p. 122:
"Como era demasiado viejo para observar las cosas con mirada lúcida, Mendel creía en lo que sus hijos le decían; es decir, que América era la tierra de Dios; Nueva York, la ciudad de los milagros, y el inglés, el idioma más bello del mundo. Los americanos eran sanos y las americanas, bonitas; el deporte, muy importante; el tiempo, algo muy valioso; la pobreza, un vicio; la riqueza, un mérito; la virtud, un éxito a medias, y la fe en uno mismo, un éxito completo; el baile, higiénico; patinar, una obligación; la beneficencia, una inversión de capital; el anarquismo, un crimen; los huelguistas, enemigos de la humanidad; los rebeldes, aliados de Satanás; las máquinas modernas, una gracia del cielo, y Edison, el más grande de los genios. Pronto los hombres volarían como los pájaros, nadarían como los peces, verían el futuro como los profetas, vivirían en eterna paz y perfecta armonía, y elevarían rascacielos hasta las nubes. 'El mundo llegará a ser muy hermoso' -pensaba Mendel-: '¡suerte la de mi nieto, que lo verá todo!'".
He invitado, para sacar conclusiones, a dos oradores que siempre lo sacan a uno de apuros, en los momentos de crisis. En primer término, el bueno de Federico García Lorca, desde su "Varia", Poética 2, "De viva voz a Gerardo Diego", se yergue dentro del espejo, y dice:
"Aquí está; mira. Yo tengo ese fuego en mis manos. Yo lo entiendo y trabajo con él perfectamente, pero no puedo hablar de él sin literatura. Yo comprendo todas las poéticas; podría hablar de ellas si no cambiara de opinión cada cinco minutos".
Y no se iba a quedar callado, desde ese letargo que aparenta su vigilia desnuda, Antonin Artaud. Del otro lado del túnel me mira sin ojos, y gesticulando fuertemente con ambas manos, desde su presentación de la revista del Movimiento Surrealista, proclama:
"La vida, en su fisonomía llamada real, sólo se puede determinar mediante un alejamiento de la vida, mediante un suspenso impuesto al espíritu; pero la realidad no está allí. No hay, pues, que venir a fastidiarnos en espíritu a nosotros, que apuntamos hacia cierta eternidad superreal a nosotros, que desde hace ya tiempo no nos consideramos del presente y somos para nosotros como nuestras sombras reales.
Aquél que nos juzga no ha nacido al espíritu, a ese espíritu a que nos referimos y: que está, para nosotros, fuera de lo que vosotros llamáis espíritu. No hay que llamar demasiado nuestra atención hacia las cadenas que nos unen a la imbecilidad petrificante del espíritu. Nosotros hemos atrapado una nueva bestia. Los cielos responden a nuestra actitud de absurdo insensato. El hábito que tenéis todos vosotros de dar la espalda a las preguntas no impedirá que los cielos se abran el día establecido, y que un nuevo lenguaje se instale en medio de vuestras imbéciles transacciones. Queremos decir: de las transacciones imbéciles de vuestros pensamientos".
Aquél que nos juzga no ha nacido al espíritu, a ese espíritu a que nos referimos y: que está, para nosotros, fuera de lo que vosotros llamáis espíritu. No hay que llamar demasiado nuestra atención hacia las cadenas que nos unen a la imbecilidad petrificante del espíritu. Nosotros hemos atrapado una nueva bestia. Los cielos responden a nuestra actitud de absurdo insensato. El hábito que tenéis todos vosotros de dar la espalda a las preguntas no impedirá que los cielos se abran el día establecido, y que un nuevo lenguaje se instale en medio de vuestras imbéciles transacciones. Queremos decir: de las transacciones imbéciles de vuestros pensamientos".
Tiempo de aprender, que nada es más importante desafío que el entenderse auténticamente con uno mismo, y que nada más que ficciones provisorias y coreografías que son remedos de vida sin vida puede producir quien no se ve reflejado, punto a punto, reconocido en lo profundo de la conciencia: en el espejo.
Desde esa íntima desnudez, el Superhombre es, antes que posible, inevitable.
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