por iaIr menachem
Estábamos felices de habernos mudado, por fin, a un edificio en que tanto buen provecho recibíamos de la mejor tecnología disponible. Teníamos dos pequeñas pantallas en la cocina (que se reproducían en el dormitorio): una, para ver qué sucedía en la acera, junto a la entrada; la otra, nos daba una perspectiva completa del pallier de nuestro piso. Los electrodomésticos fundamentales (heladeras, freezer, microondas, grill, hornos, hornallas, licuadora, exprimidora, lavarropas y secarropas, lavavajillas, picadora de carne, etc.) habían sido dispuestos por los constructores y diseñadores de modo armónico, empotrados en la estructura de casa, para que el espacio, vasto de por sí, resultara óptimamente aprovechado.
Algunas decenas de visitantes asiduos de nuestro hogar conocían el secreto para ingresar al edificio: en el tecladito numérico que estaba afuera, junto a los timbres, había que presionar una vez el botón con el dibujito de una llave, luego los números 1-3-7-6 y otra vez más el botoncito de la llave; y entonces, mágicamente la puerta se destrababa y uno podía abrirla sin esfuerzo de par en par. Todo había rodado maravillosamente bien hasta ese día, el de la sorpresa que pondría en vilo nuestras almas.
Esa mañana, quien ocupaba a la sazón el puesto rotativo de administrador del edificio, recibió una llamada fatal en el celular de su automóvil (providencialmente, lo había llevado consigo a la ducha, donde se ocupaba de menesteres naturales cuando el ring que lo cambiaría todo). Hablaba el cadete tercero del departamento de disculpas graves de la empresa ....... SA, que se había ocupado de diseñar e instalar el complejísimo sistema de visores y portero electrónico, y sobre todo, de determinar la clave única capaz de abrir la puerta del edificio a quien supiera teclearla correctamente.
El caso es que las computadoras de la empresa ...... SA acababan de advertir una falla, o más bien un efecto indeseado e impensado, colateral, producto del programa pero ajeno a él. Parece que la combinación de varios de los pasos seguidos por un complejo algoritmo para diseñar el entramado de cables que surcaba las paredes de todos nuestros apartamentos, bien escondidos entre el cemento y el metal, entre los poliestirenos templados y los ladrillos,... ese mismo algoritmo que al cabo de todos los pasos previos daba por resultado también la sencilla clave numérica que abría la puerta del edificio, en medio de todo este procesamiento, inevitablemente, producía también un código numérico que provocaría tal caos de tensión en los cientos de kilómetros de cables que nos envolvían, que el riesgo estadístico de que la estructura completa se desmoronara, convirtiendo a nuestro edificio postmoderno en una pila de escombros, superaba el noventa por ciento.
La computadora halló que dicho número era determinado a lo largo del procedimiento, como subproducto del modo en que la observación iba reformulando el diseño general; mas no era consignado en ninguna parte. Esto es: dicho número existía, pero no había modo de saberlo que no fuera embocarle por error al intentar abrir la puerta, o jugando distraídamente con el teclado, y entonces, si el experimentador sobrevivía, acaso recordara -inútilmente ya- el número que habría precipitado la catástrofe colosal. Tuvimos, esa noche, una asamblea de emergencia en la que ningún hombre supo qué decir a ninguna de nuestras esposas que lloraban. Resolvimos asesorarnos con la propia empresa, con los bomberos, con un ingeniero de minas, con la administración de cementerios, con los analistas del partido verde. A partir de esa noche, comenzamos un sistema de guardias rotativas: a mí me tocó estar entre las 2 y las 3 de la mañana, sentado en la cocina con la mirada fija en la pantalla que mostraba una acera desierta, vigilando que nadie se aproximara a nuestro teclado y tecleara nada que no fuera el número exacto capaz de abrir la puerta. Las instrucciones eran precisas: al ver a alguien aproximarse al teclado, activar mi cámara para que el incauto me viera de pronto frente a sí y mirándolo fijo, e interrogarle acerca de qué números se propone teclear. Llegado el caso, instruirlo, prevenirlo de todo error. Y ante una situación límite, en que el visitante declarara inequívocamente su intención de teclear un número equivocado (y por consiguiente, peligroso), activar en máximo chorro y sin piedad todos los regadores de nuestro bonito jardín -para ello, cada guardia pasaba a quien le seguía el control remoto de los regadores-, que habíamos dirigido hacia el área del teclado como para un baño preventivo a quemarropa.
Esa misma noche hubo varios incidentes, cuyo desenlace fue producto más de la combinación de tensión, temor y sorpresa, que de la eventualidad de alguien que acudiera de madrugada a teclear especialmente un número equivocado en nuestro videoportero electrónico. Las citaciones de la policía por la mañana demostraron que urgía hallar una solución mejor. Los técnicos de la empresa fueron muy amables al explicarnos que la única solución efectiva coincidía en desmontar todo el entramado de cables, y cambiarlo por un nuevo diseño a salvo de este "pequeño error", sobre el que estaban trabajando sin descanso. El problema era que desmontar todos los cables significaría poco menos que desmontar el edificio entero, parte por parte, para volver a armarlo luego como al más tragilúdico de los puzzles (alguien bromeó: fíjate si un ladrillo es la pieza 116 y un horno microondas es la 117 y en el fragor de la construcción ponen el otro por el uno en cualquier lado). Escuchamos a unos y a otros, atendimos a la prensa, recibimos a costo subsidiado la atención de un equipo de asistentes sociales. Conversábamos mucho en esos días: convertimos al salón de fiestas del edificio en una suerte de asamblea permanente, que todos frecuentábamos en cada momento disponible. Las guardias continuaban, y fueron estructuradas en un sistema de rangos militares, con distribución de titularidades y suplencias; y al cabo de pocas semanas, incluso reforzamos el precario sistema de regadores con unas duchas alimentadas por una bomba capaz de arrojar chorros de agua hábiles para voltear a un elefante.
No obstante, la angustia crecía; era obvio. Nadie se sentía tranquilo. Un vecino llamó a un tasador, pensando en vender su apartamento, y a los quince minutos el tasador seguía con hipo, fruto de la hilaridad que le produjo la mera idea de que alguien quisiera comprar un lugar en nuestro abismo. Hasta que un día alguien preguntó por qué teníamos miedo de este número fatal, tan improbable, y no de la estadística de accidentes de tránsito, o de los terremotos, o de cómo pudiera reaccionar nuestro pobre corazoncito ante el estado de angustia constante. Alguien dijo que, así como confiamos cada día en que mañana también viviremos, debíamos confiar en que Quien rige lo que parece casualidad y nos había provisto seguridad para hoy, nos la proveería también mañana. Caramba con el poder de una letra mayúscula, que te cambia la altura de todo tu renglón.
¿Cómo no se nos había ocurrido que sólo lo inconcebible podría responder eficazmente a lo fatal? ¿Cómo no dedujimos inmediatamente que nada sino el pensamiento que teníamos por mágico podría salvarnos? A partir de dicho día, todo cambió. La respuesta que descubrimos se metió por cada resquicio vital de nuestros hogares, y la fe reconstituyó a nuestro edificio por completo. Hoy, nadie se acuerda casi nunca del número maldito que aún ignoramos. Hemos desarrollado la doctrina del mérito que nos sostiene a salvo, hasta un nivel de detalle exquisito. Y no sólo somos felices otra vez, sino que ahora, somos buenos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario